Me permito tamaña impertinencia,
pero antes -- bajo el acoso de una extraña sensación de culpa, quizá un
sentimiento hipermoral -- ofrezco mis disculpas a quienes extraigan ofensas de mis palabras.
Tradicionalmente se caricaturiza el salto de fe como una situación
en la que el individuo se enfrenta a un precipicio; delante de él yace el vacío,
la oscuridad, lo desconocido. El salto de fe sugiere la entrega a ese vacío,
tras poner plena confianza en el rescate o intercesión de la divinidad
predilecta.
Reconozco que hay otras muchas
maneras de presentar esta idea, es por eso que, respaldado en mi ingenua imaginación,
decido presentarla como la comprendo. A continuación, entonces, un esbozo, una
posibilidad -- digamos alterna -- de comprender el llamado salto de fe.
***
El salto de fe no debería ser visto
como dar un paso al vacío. Más bien, habría que representarlo como un
enfrentamiento con las nubes. El ser humano, mientras se encuentra parado en la
planicie de su realidad, alza la vista. Sobre él encuentra que las nubes cubren
el firmamento. En ellas, cree ver destellos; pero no se da cuenta que tales
impresiones no son más que el reflejo de una mirada sobrecargada de esperanza
enfermiza, neurótica; una proyección casi inconsciente, incluso paranóica. Así, se ve reflejado en las alturas, cree ver en ellas algo divino, algo que hay más
allá.
De tal manera, el salto de fe es
saltar hacia las nubes; desde el suelo, hacia las nubes; de la planicie, de lo
obvio, de lo real, hacia una fantasía que fue creada detrás de las nubes. Porque ahí se ha escondido un premio, el más añorado, lo que más falta le hace; lo
que "naturalmente", como humano, desea: su más pesada ambición, la máxima
expresión de la egolatría: la eternidad.