A modo de prólogo
Durante el interciclo del 2015 iniciamos un intercambio de ideas con una estimada compañera. Desde los primeros momentos empezó a traslucirse una preocupación por el lenguaje, por lo que podía sostener la palabra, por aquello que llamamos decir. De esa cuenta surgieron una serie de reflexiones que luego, al arrancar el curso de Filosofía del Lenguaje, se fueron agudizando, desmoronando, replanteando o eliminando.
La intención del presente trabajo es recoger esas reflexiones y, a partir de ellas, presentar una aproximación hacia el lenguaje desde las experiencias propias, descubriendo así los sesgos, prejuicios y, en el mejor de los casos, las luces que de ellas se puedan obtener. No se pretende, con el siguiente texto, presentar argumentos conclusivos ─¿qué texto filosófico podría?─, y quizá por eso falle como un ensayo académico. Sin embargo, considero válida la exposición, pues estimo el valor del filosofar en el esfuerzo por comprender, más que en la comprensión conclusiva.
De lo irreal a lo supra-real ─o infra-real─ a lo semi-real
Somos capaces de decir lo que no es, lo que no podemos experienciar con certeza; o más bien, una experiencia que no podemos compartir fielmente. Por ahí se puede complicar la cuestión del lenguaje, de esa herramienta con la que hacemos sentido de nuestro mundo. Entonces retomo un ejemplo que en alguna ocasión intenté elaborar: Si yo digo «un espíritu es verde», con mi lenguaje estoy violentando la verdad (entendiendo «verdad» como una certeza que se puede comprobar y compartir, o sea, en sentido positivista y cientifista). Al utilizar el lenguaje para dirigirme a algo, o señalar aquello que supera la experiencia de realidad comprobáble, empírica, le estoy imponiendo categorías de mi realidad a una experiencia que no corresponde a esa realidad. ¿Habría de, por eso, no decirlo?
Se debe tomar conciencia entonces, de que yo hablo desde mi lenguaje, desde lo humano. Cuando describo cosas como esa, empleo referencias de mi lenguaje, que surgen de mi contexto inmediato y comprobable, para proyectar una experiencia que ocurre fuera de esta realidad; o más bien, para proyectar un evento del que puedo decir que tengo cierta experiencia, aunque esta sea muy íntima. Entonces, sí puedo hablar de otras realidad pero no puedo decirlas con suficiente certeza como para que mis palabras atraviesen esta realidad, y lleguen a la realidad donde aquello ─posiblemente─ es; y así capture su concepto y me devuelva la referencia a esta realidad.
De esto se descubre que yo hablo desde un plano de realidad ─digamos que es una realidad espacio-temporal─ sobre el cual puedo decir que tengo certeza ─de ahí ha surgido una buena parte de nuestro lenguaje, principalmente el científico─, que limita aquello puedo decir.
Por otro lado, como seres que padecen esa realidad física y, a la vez, padecen a otros seres que se encuentran en el mismo plano de realidad, hemos reconocido sentimientos y emociones de los que se puede decir que son prácticamente universales para la humanidad ─con excepciones que llamamos patologías─ y que incluso se puede extender a otros de los seres con quienes compartimos este plano de realidad. Hemos aprendido a identificarlos, a establecer parámetros para reconocerlos. Los hemos compartido y hemos descubierto que, en general, es algo que también podemos experimentar; si no de la misma manera ni grado, hay algo básico, una similitud fundamental que nos permite reconocer que es un sentimiento o emoción tal el que sentimos; este tipo de experiencias, igual que las planteadas anteriormente (nociones místicas o, si se quiere, metafísicas), escapan la realidad inmediata, pero tenemos acceso a ellas en cuanto somos capaces de abstraer referencias del mundo real.
Asimismo, sobre algunas nociones básicas hemos construído nuevas y hemos deformado otras. Sobre esto también se construye nuestro lenguaje.
Nos hemos percatado también de que el humano tiene la capacidad de dialogar con sí mismo. Ese diálogo interno es estrictamente una experiencia íntima, demasiado íntima quizá. En ese tipo de experiencias pueden surgir revelaciones ─cuando el yo se proyecta como un ente externo y se dirige a sí mismo─. No veo nada mal en este tipo de experiencias, de hecho creo que se deben buscar; el peligro y la potencia de daño está en intentar compartirlas como verdad, en presentarlas como experiencias reales ─«reales» en cuanto a pertenecientes al plano de realidad sobre el que se ha planteado que tenemos certeza─. Así que debo decir que esta es una experiencia semi-real, en cuanto a que ha sido experimentado por un ser que es en esta realidad pero el plano de realidad donde la experiencia tendría lugar no es el mismo; es un universo personal, interno, íntimo; un universo que solo puede existir como creación ilusoria ─según lo nombramos en este plano─, producto del diálogo interno de un individuo con sí mismo.
Sí, es una perspectiva antropocéntrica. Sí, no es infalible y puede albergar muchos errores. Pero, ¿no es producido por el hombre el lenguaje mismo que nos permite las abstracciones para «superarlo»? Asimismo, el «conocimiento» también es producto del esfuerzo humano, ¿podemos hablar desde lo desconocido (no hacia, ni sobre, sino desde)?
Lenguajes privados, burbujas de lenguaje
Cosas extrañas suceden cuando las relaciones entre personas se hacen muy estrechas. Una que se puede identificar ─e interesa al tema─ es cómo empiezan a surgir variantes de lenguaje; cómo el lenguaje se va acoplando y recreando. En cualquier tipo de relación que se estreche suficiente, es cuestión de tiempo que se empiece a producir un lenguaje propio, un sistema de referencias privado. ¿Será acaso porque las personas, al compartir tanto entre ellos, se comprenden a un grado más pleno que les permite estas variaciones del lenguaje?
Si escarbo en mis memorias, encuentro que muchas de estas alteraciones surgen de experiencias compartidas. Algunas veces se adoptan y se modifican expresiones de terceros, o se adoptan expresiones que surgieron en alguna circunstancia particular, especial y representativa, de alguna manera, para las partes, pensaría que probablemente para ambas, pero necesariamente para una y que por extensión gana valor para la otra.
Otro fenómeno dentro de esto son los agregados. Según se van agregando individuos externos se empieza a diluir el sentido de ese lenguaje; se propaga, pues estos terceros adoptarán y aportarán, pero se empieza a diluir el valor, por la pérdida de intimidad. Hay una complicidad, una intimidad que sostiene la intensidad de ese lenguaje. Según se incluyen hablantes, se cotidianiza, se trivializa este sublenguaje; esa subcultura íntima empieza a emerger al “gran mundo” y necesariamente debe adaptarse a más elementos externos, a una cultura mayor; se le rompe el cascarón. ¿Cómo podemos llamarle a esto a lo que me refiero cuando digo sublenguaje?
Lenguaje en la construcción de la identidad
Algunas hipótesis de construcción de identidad apuntan a la antropofagia, planteando que el hombre devora al hombre, por medio del lenguaje, y así construye su identidad. En un primer momento me pregunto si realmente es posible decir que el lenguaje, en sí, devora al hombre ─o sea, sí, es cierto que en el uso del lenguaje se llega a devorar al hombre, pero me parece más como una consecuencia accidental─. Y es que el lenguaje es el modo con el que el hombre se manifiesta, se coloca a sí mismo en el mundo, se pone en el camino de la realidad, interrumpe, irrumpe en, la realidad. Por eso puede decirse que en cierto sentido es innegable que lo devora, porque el lenguaje se convierte en el límite de la realidad del hombre, la frontera hasta la cual se puede existir, ser, conscientemente. Así es como la antropofagia es accidental, más bien diría que es el hombre quien, utilizando el lenguaje ─sin que sea mucho más que una herramienta─ devora al mundo. Luego vale decir que el hombre, con el lenguaje, devora al hombre; pues en su proceso de devorar el mundo ─«la Realidad»─, encuentra en el otro ─en el hombre─ un objeto más para devorar con su lenguaje; incluso, con la introspección se devora a sí mismo. Así, que el lenguaje «devore al hombre» resulta siendo algo accidental, lo cierto es que el hombre devora al hombre, incluso a sí mismo. De manera que el lenguaje, y por extensión la escritura, son parte de un proceso de digestión, de autodigestión.
Dando un pequeño giro, ¿qué es esto de escribir?
Hay en la escritura una búsqueda de sí, en ese sentido es antropofágico el lenguaje: en la construcción, creación ─si es posible «crear»─, de la identidad. Hasta decir descubrimiento [de identidad] me parece irresponsable; es construcción, es reconocimiento de algunas tendencias de carácter que pueden ser innatas ─el origen resulta irrelevante, pues al momento de reconocer esas características, estas ya están internalizadas─. Sin embargo, este proceso es inconsciente para la mayoría, pues hay algunos aspectos que son deliberadamente imitados, pero estos tienden a ser superficiales y, por tanto, variables según el estado de ánimo.
Un elogio
A uno que le gustan las palabras ─aunque nunca termine de entender esa dulce y brumosa masa del lenguaje─ le ofenden, de forma indescriptible, los atropellos que en la cotidianidad se le hacen. Sin embargo, al intentar capturar esos atropellos, y señalar con precisión dónde está la violencia, muchas veces la ofensa se diluye: se esfuma al apreciar la posibilidad de comprensión dentro esa expresión del caos. Así el error, el defecto, se convierte en una forma de belleza, en ese destello de color que sobresale del plano gris de la convención. Sí, que los gramatólogos y los lingüistas enclaustrados lloren sangre; no pasa nada. Quizá en sucio, quizá no con perfección, pero entre todo nos entendemos: no hay expresión del lenguaje exenta de sentido. Puede que no sea el sentido intencionado, pero como expresión, como intervención en una experiencia ajena, es imposible que se sustraiga de la posibilidad de interpretación.
El lenguaje es, entonces, sumamente flexible, maleable, dócil.
Los problemas de las libertades y las restricciones en el lenguaje, en cuanto a una función comunicativa
La comunicación exige la restricción de las palabras a significados concretos. Sin embargo, (por lo planteado en la última sección del apartado anterior) el lenguaje se expande en la expresión. Como medio de expresión esas restricciones se abren, esas fronteras pueden hacerse borrosas, quien expresa puede exceder los límites de significación de las palabras. Entonces se complica el problema. El lenguaje en cuanto instrumento, se convierte en algo que podría expresarse como comparable a música abstracta: los sonidos están ahí, en cuanto a sonidos de lenguaje puedo reconocerlos, pero la armonía se me escapa, la armonía habitual, pues estas expresiones bailan al ritmo de su propia armonía, no es que no tenga armonía, es que no la conozco, no la comprendo. Pero me estoy quedando encerrado en la intención de entender lo expresado, o sea, de cumplir un círculo de comunicación. Esto es, quizá, lo que debe establecerse: que esta forma de lenguaje no brota de una intención comunicativa, sino simplemente expresiva.
Así se nos presenta un nuevo problema: ¿es correcto que llamemos a esto lenguaje? ¿no es acaso la función esencial del lenguaje una función comunicativa? ¿no es acaso un lenguaje que falla en la comunicación uno que falla como «lenguaje»? Por el otro lado, hay gestos, hay diversas formas de expresión que cumplen específicamente con una función comunicativa. Pensemos en señales con las manos, gestos faciales, íconos, señales, etc. Estas no se conforman de palabras, sin embargo por su función y eficacia comunicativa, constituyen un lenguaje. Les llamamos lenguaje corporal, de señas, iconográfico, etc. En fin, ¿valdría la pena separar estas formas de expresión del lenguaje comunicativo, solamente porque no hacen uso del lenguaje para la finalidad establecida? Me atrevo a decir «establecido» porque, como dije al principio, «la comunicación exige la restricción de las palabras a significados concretos», por tanto, en cuanto a su función comunicativa, este lenguaje restrictivo acepta ─e incluso depende de─ esa arbitrariedad. Y así, el lenguaje como tal, no reconocería estas expresiones sin valor comunicativo como parte de él.
Volvamos al punto inicial. El lenguaje, con el uso, se restringe. Una palabra, con el uso, adquiere un significado, y con la perpetuación de su uso, con la estabilidad de su aplicación, se restringe su significado. Sin embargo, esta restricción no es absoluta. El significado es dinámico, se va ajustando a las variaciones que el estilo de vida y el medio de los usuarios exige. Pero en todo momento, incluso cuando está variando, las palabras están ligadas a uno o varios significados, adoptando nuevos y desprendiéndose de los viejos; y si en algún punto se pierde su significado, su valor como palabra desaparece, se oculta, pues falla a la comunicación.
La intención en el uso de las herramientas, y su correcta utilización, determinan el valor de la expresión como lenguaje. Al igual que un concepto, el lenguaje mal empleado, uno que no cumple con la función comunicativa, no habría de tomarse como lenguaje. Por ejemplo, si yo tomo materiales de construcción, y los utilizo para hacer una escultura ─que no es habitable─, ¿podríamos considerarla como una casa o como un edificio? Esto lo digo restringiéndome a la función comunicativa del lenguaje. En este sentido, una expresión que no observe las restricciones de significación del lenguaje, no podría tomarse como lenguaje. Pero esto no significa que tal expresión carezca de valor; simplemente no tiene valor como lenguaje, como parte de un sistema simbólico comunicativo. El valor de una expresión que excede esta restricción recae en la experiencia, en la vivencia, en el enfrentamiento. Es una experiencia del caos, del sin-sentido, que probablemente evocará algún sentido. Es más, el espectador inventará algún significado para esa experiencia, pero no es un significado que brota de la expresión, ni de quien la expresa, no es un significado que se puede encontrar como determinado por la expresión, sino que es un significado que brota del observador, inspirado en la experiencia.
Lenguaje como manifestación
No puedo dejar de pensar el lenguaje como una construcción humana. Pero entonces, al decir «el lenguaje» me estoy refiriendo a esta forma particular, a los sistemas que empleamos para comunicarnos, para manifestar nuestra existencia. Entonces pienso si podríamos pensar el lenguaje sin humanos, y me doy cuenta de que el lenguaje es manifestación, el lenguaje es una consecuencia de la manifestación.
Por ejemplo, si pienso en una planta, si pienso en una roca, aunque no haya quien la nombre, ella estará ahí, manifestará su existencia. Esto es entonces la esencia de ser: manifestar(se) en la realidad. Tal manifestación puede ser consciente o inconsciente, mas no por eso deja de ser manifestación, pues habita el mundo, es en el mundo, esa es su manifestación, por tanto, en términos humanos, ese es su lenguaje, eso es el lenguaje. Así, la manifestación es la expresión esencial del ser, y el lenguaje, por extensión, es manifestación del ser; manifestar(se) es existir.
Manifestar es dar a conocer, poner a la vista; es precisamente eso a lo que me refiero: la cosa, sin necesidad de un sistema simbólico estructurado, de un dialecto, de una expresión sistematizada, se presenta al mundo; existe, y en tanto que existe, se manifiesta. Manifestar(se), entonces, es ese ponerse a la vista, interrumpir una sección de la realidad, irrumpir en la realidad, darse a ser percibido.
Se hace necesario elaborar en la cuestión de la realidad. Pienso la realidad como planos. Siguiendo esta lógica, la cosa corresponde a cierto plano de realidad que está en capacidad de interrumpir (y percibir), que podrían ser varios, pero ese argumento nos llevaría a un vórtice innecesario. En este caso, y para no caer en absurdos, aceptamos la certeza del plano de realidad que abarca la experiencia humana. Así, bajo las condiciones de realidad que la experiencia humana es capaz de percibir, pensar, interpretar, etc., puede decirse que la manifestación es la expresión fundamental del ser: la cosa que existe, en tanto que existe, se manifiesta; este manifestar(se) se extiende al lenguaje.
Siguiendo el hilo de este argumento, noto que, a donde va lo que existe, lleva consigo esa manifestación. Por ejemplo, la cosa inanimada, la cosa inconsciente ─pensemos en una roca─ va por el mundo como diciendo: soy, soy, soy... Luego, sin importar a qué se enfrente, si aquello a lo que se enfrenta tiene alguna capacidad sensorial, reconocerá en cierto nivel de conciencia que aquello es. Posteriormente podría nombrarla, si cuenta con algún sistema y los medios físicos para hacerlo. De la misma manera podemos pensar en dos rocas que se enfrentan. Estos son dos objetos inanimados e inconscientes (según nuestra experiencia) que carecen de aparatos sensoriales como los nuestros, por tanto no tenemos ninguna forma para empatizar con su experiencia de la realidad más que por los eventos físicos que le acontecen. Pensemos que una viene rodando por una colina, y en su camino se encuentra a la otra. Ella viene manifestando su existencia con cada impacto que da al suelo, asimismo, al chocar contra la otra piedra, el contacto es comunicación, son dos manifestaciones de existencia que se contraponen. El límite de la manifestación para estas cosas es su contorno, la frontera entre sí y la realidad, la frontera que divide el ser de la realidad, del plano de realidad en el que irrumpe.
Los límites de la manifestación y los límites del lenguaje
Los límites, entendidos como el máximo alcance de la manifestación, son compartidos con la existencia. El límite de la manifestación del ser es, al mismo tiempo, el límite de su existencia, la frontera que define hasta dónde es.
Por ejemplo, para un ser inanimado, para un ser inconsciente, su manifestación se limita a su contorno físico. Hasta donde nuestra experiencia nos lo permite, hasta donde es empíricamente comprobable, la piedra ─el objeto inanimado─ no tiene una forma de, conscientemente, proyectar su ser; solo está ahí, es mera existencia ─una existencia pasiva, podríamos agregar─. De él solo puede decirse su manifestación física, el contorno de su materialidad, como manifestación de sí. Si lo evaluamos desde la capacidad perceptiva humana, vemos al objeto porque su contorno refleja o interrumpe la luz, lo escuchamos porque entra en contacto con otro objeto o porque interrumpe una onda sonora, y podríamos continuar con los demás sentidos, pero estas solo son adecuaciones perceptivas de nuestra capacidad de captar la existencia de un ser que esencialmente se manifiesta en cuanto que existe.
Por el otro lado, un ser consciente es capaz de proyectar la manifestación de su existencia, de manifestar activamente su existencia; y ahí llegamos a los sistemas de lenguaje que conocemos, que no son más que mecanismos más elaborados y amplios de manifestación. De esta forma, los organismos vivos tienen rangos más abiertos de manifestación, para nuestra experiencia. En estos la manifestación es más amplia, su campo de acción, su acceso a la realidad, su capacidad para irrumpir en la realidad se extiende por sus capacidades expresivas, por su capacidad de manifestar(se), por la amplitud de su lenguaje. Podemos pensar en el movimiento como la forma más básica de manifestación; el traslado de la manifestación, llevar la manifestación misma, presentar la manifestación misma. Luego podemos mencionar la emisión de sonidos, de luz, incluso de descargas eléctricas. Finalmente valdría mencionar la proyección de la manifestación a objetos, aquí podemos contar tanto la fabricación de herramientas o instrumentos, como la intervención en el entorno: la irrupción a la realidad. De manera que la existencia, en cuanto manifestación, se extiende hasta los límites de la manifestación originaria, hasta los límites de los sistemas simbólicos comunicativos, hasta los límites del lenguaje.
Un pequeño ajuste, la crónica de una enmienda
¡Cáspita!, he tropezado garrafalmente. Retomemos el rumbo y dejemos evidencia de la enmienda.
En el apartados 4 se presentó la idea de que el lenguaje es la manifestación, y que la manifestación, por su parte, es la expresión esencial del ser. Quizá por capricho, o por simpleza, no se había abandonado la conexión entre estos términos; esa manifestación esencial del ser se seguía señalando con el nombre de «lenguaje». En el apartado 6 se hacía lo mismo, sin embargo, luego de presentar la idea ante algunos colegas y analizar sus críticas, me encontré incentivado para dar un paso atrás y analizar de nuevo algunos conceptos. De manera que, en edición final se corrigió la postura a partir del apartado 6, dejando el apartado 4 con sus argumentos originales, pues cumplían la función de mostrar el camino que se había tomado.
Había sido una equivocación extrema, en cuanto a que estaba colocando al lenguaje en el extremo incorrecto. El lenguaje no se encuentra cerca de la base, más bien se ubica en la cúspide de la manifestación. En rigor, el término «lenguaje» tiene su origen en la palabra «lengua», y se empezó a utilizar para significar sistemas de comunicación por su relación con el habla. Por tanto, insistir con emplear la palabra «lenguaje» junto con la manifestación originaria es mantener el encierro en la noción de la función comunicativa, pues efectivamente, el lenguaje humano, como tal, como lo que representa utilizar la palabra «lenguaje» (y todas las palabras de las que se compone este texto, pues obedecen a ciertas convenciones) persiguen esa función comunicativa.
Se hace entonces necesario abandonar el término, o más bien distanciarlo un poco, y con ello re-pensar cómo delimitamos o cómo comprendemos la filosofía del lenguaje. Quizá valga proponer un fraccionamiento, o al menos una distinción, apartando todo lo lingüístico, ya sea a la lingüística misma o a una filosofía de la lengua, y tomando por aparte una filosofía de la manifestación. O quizá el problema que se plantea corresponda a la metafísica.
Lo cierto es que está pendiente resolver qué sucede con el lenguaje luego de este movimiento. Inicialmente debemos distinguir que solo podemos llamar lenguaje a aquello en lo que detectamos un sistema, una sistematización de manifestaciones. Toda aquella manifestación en la que no seamos capaces de identificar un sistema, una estructura, por rigor, nos veremos obligados a llamarla manifestación, a secas. Visto así, el lenguaje se proyecta hasta el límite de la manifestación. Partiendo desde la manifestación originaria, desde la manifestación esencial del ser, a medida que irrumpe en la realidad, a medida que se expande en su intervención en la realidad, a medida que el ser, en su manifestarse, abarca segmentos más amplios de la realidad, su manifestación se hace más compleja, y en el proceso colisiona, se entrecruza, hasta que armoniza con otras manifestaciones, produciendo lenguaje. De esta manera, el lenguaje surge del encuentro de las manifestaciones. El lenguaje es el punto de encuentro, el lenguaje es el puente que une a los seres existentes. La manifestación emana, en el manifestarse se proyecta el ser, y como manifestación atraviesa la realidad. Pero es en el lenguaje que se produce el encuentro, que se reconoce lo otro, al otro.
A modo de cierre
Juzgo mi exposición como deficiente, escueta ─muchos términos son lanzados sin sustento y muchos argumentos quedan inconclusos─. Sin embargo, encuentro su valor en el proceso, en su proyección; pues creo ver algo de valor detrás de la idea de acercar esencialmente la manifestación a la existencia, y su proyección en el lenguaje.
En las pasadas páginas, luego de analizar los usos cotidianos del lenguaje se descubrió un prejuicio a favor de la interpretación del lenguaje exclusivamente bajo su función comunicativa, señalando su origen como una herramienta de expresión. Sin embargo, al avanzar en las reflexiones se fue descubriendo que lo que se tomaba como «El Lenguaje», no eran más que algunos sistemas simbólicos, y por tanto, una consecuencia de algo que por sí es, una construcción sobre aquello que se presenta, una construcción sobre la manifestación. Siguiendo esta línea, se fue haciendo evidente que en el fondo de toda forma de lenguaje está esta manifestación, que es la expresión fundamental de aquello que existe. Así, la manifestación es la forma más básica de existencia, de ser. Vale hacer la salvedad de que esto no significa que aquello de lo que no podamos tener cuenta de su manifestación no exista, ─o aquello de lo que no podemos dar razón, aquello que no seamos capaces de aprehender como manifestación─, pues la manifestación del ser es previa a la aprehensión, previa a la interpretación, previa a la comprensión.
Temo que la noción de la manifestación que presento pueda parecer encerrada en la metafísica de la presencia, pero quiero pensar que no es así. Para superarla, quizá valdría respaldarse en la noción de la huella derridiana: la manifestación que quiero señalar se da en la huella, en ese vacío espacio-temporal previo a la aprehensión. La manifestación ya aprehendida, ya interpretada, ya presente, sería ente.
Otro aspecto que me gustaría resaltar es cómo se muestra una posibilidad de expansión de la existencia a través de la manifestación, aunque me deslice a un romántico pantano poético. Y es que hay una relación directa en la capacidad de manifestar(se) y la extensión de la existencia; el alcance del ser. De cierta manera, el ser se estira a través de los rastros que la manifestación deja, pues toda manifestación acarrea el ser originario. Si volvemos a la piedra, que fue nuestra fiel compañera a lo largo de la exposición, para nuestra experiencia, en el plano de realidad al que tenemos acceso, su existencia está limitada a aquello que puede tener contacto directo con ella, puesto que ya dijimos que su existencia se limita por su capacidad de manifestar(se). Por otro lado, si pensamos en el ser humano, que es el foco y por tanto máximo exponente de las posibilidades de manifestación para nuestra experiencia, puesto que somos humanos, la extensión posible de su existencia es exponencialmente mayor a la de un objeto inanimado, ya que las palabras que decimos, más aún las que escribimos, los objetos que hacemos, etc., quedan como un rastro de nuestra existencia, mientras acarrean un rastro de nuestro ser, expandiendo nuestra existencia.