martes, 22 de diciembre de 2020

Sobre el trabajo en casa: carta abierta a patronos y directivos

Habían pasado doscientos setenta días (270) cuando me tocó volver a la oficina para una jornada laboral. Claro, había ido en varias ocasiones, pero solo por trámites rápidos: firmar documentos, revisión de computadora, etc. Todas fueron visitas menores a una hora. Pero esta semana resultó necesario hacer dos jornadas enteras. Aunque no fueron jornadas de trabajo cotidiano, me permitieron experimentar cómo sería el regreso. Lo cierto es que me asusté mucho, pues sentí que perdí una buena parte de mi vida. Por eso escribo estas líneas, pues quiero abogar por el trabajo en casa.

Me siento obligado a empezar con una aclaración: lo que aquí escribo es a título personal, es acerca de mí experiencia con el trabajo en casa. Sé que no es para todos. Hay quienes tienen razones para salir, quizá se les hace muy difícil concentrarse o quizá carecen de un espacio de trabajo adecuado. Para mí, sin embargo, el trabajo en casa solo ha traído cosas buenas, principalmente en aspectos personales y familiares, pero también en asuntos laborales.

Creo que la mejor forma de explicar esto será dividirlo en los aspectos de mi vida que ha impactado: lo laboral (obvio), lo físico, lo emocional y lo económico.

Lo laboral


En lo laboral considero tres factores, la productividad (o eficiencia), el estrés (o el manejo de la carga de trabajo) y el horario. La productividad, supongo, es la principal preocupación del patrono. No tengo acceso a datos para comprobarlo, pero considerando el aumento de trabajo que tuvimos y que mantuvimos las entregas a tiempo, es razonable pensar que mejoramos nuestra productividad. Hablo en plural porque ha sido trabajo de todo el equipo. Claro que esta eficiencia no fue infalible. Hubo errores, algunos se originaron en problemas de comunicación, otros fueron consecuencia de una excesiva carga laboral y otros fueron equivocaciones humanas, ¿pero acaso no somos eso?

En cuanto al estrés, ha sido bastante fuerte, pero estando en casa es más fácil de manejar. Y esto, principalmente, por el dominio que tengo del ambiente. Puedo salir a mi pequeño jardín, jugar con mis perros unos minutos, platicar con mi esposa para ventilar la tensión (tenemos la dicha de que su oficina está a la vecindad). El estrés no se va, pero es más fácil manejarlo en casa. Al menos para mí.

Luego, la cuestión del horario. Trabajo en la industria publicitaria. No es ningún secreto que el ritmo y los horarios de trabajo son un poco exagerados. Desde que empecé a trabajar en esto no había tenido tiempo. Y lo digo en el sentido más amplio. Salía de mi casa temprano, de vez en cuando lograba desayunar con mi esposa. Y regresaba tarde, generalmente después de la cena. Entre los horarios largos dentro de la oficina y el tiempo que se traga el tráfico, no quedaba tiempo para vivir. Pero desde que la pandemia nos obligó a trabajar en casa, sentí que recuperé la mitad de mi vida. Desayuno, almuerzo y ceno con mi esposa casi todos los días. Nuestra relación pasó de estar pendiendo de un hilo a estar más sólida que nunca. He encontrado momentos para leer, para escribir, para meditar, para hacer ejercicio, etc. El trabajo en casa ha convertido a mis obligaciones laborales en una actividad cotidiana, ya no aquel sacrificio absoluto que agotaba toda mi energía vital.

Lo físico


Lo físico se refiere directamente al cuidado de mi cuerpo. Quizá para muchos, estar en casa los ponga en riesgo de caer en una sedentariedad malsana, comer desenfrenadamente y perder el control de sus ciclos de sueño. Por eso decía que tal vez esto no es para todos. Para mí, sin embargo, es el esquema ideal.

Quizá deba empezar con que soy muy disciplinado y tiendo a conductas obsesivas. El control sobre el horario me ha permitido regular mi rutina. Como consecuencia de esto, y como ya mencioné antes, he logrado ordenar mis actividades diarias para cuidar de mi cuerpo y mente. Todas las comidas puedo prepararlas y disfrutarlas con calma. Tengo más tiempo y flexibilidad para planificarlas y balancearlas. Y todos sabemos que comer mejor es estar mejor. Lo mismo ha pasado con mi ciclo de sueño y con mis rutinas de ejercicio.

La combinación de los tres pilares de la salud: comida, sueño y ejercicio, se han fortalecido con el trabajo en casa. A esto, obviamente debo agregar la reducida exposición a enfermedades, no solo en cuanto a la actual pandemia, sino en general.

Lo emocional


Es posible que a muchos les parezca un chiste considerar lo emocional, quizá porque no conocen un espejo. Para mí, lo emocional es determinante. Mi estado de ánimo influye profundamente en mi salud y rendimiento. Y creo que lo más potente para alimentar la salud emocional es la posibilidad de adelantar los proyectos personales. O, dicho de otra forma, tener tiempo para uno mismo.

Como ya he mencionado, siento que el trabajo en casa me ha devuelto una porción grande de mi vida. Es en esas ventanas de tiempo que se abren al eliminar los traslados; las horas y el estrés del tráfico son catastróficas para el ánimo. Es en esas pequeñas pausas, en las salidas al jardín, en los tiempos al margen de la jornada laboral. Pero no es una cuestión estrictamente numérica, sino de energía vital, de fuerza de ánimo.

Trabajando en casa, dedicando las horas justas a las tareas laborales, percibo el tiempo más ligero. No es que se pase más rápido, sino que me desgasta menos. Me alcanzan las energías para dedicarme algunas horas, para pensar en mis proyectos, para actuar en mis proyectos.

Lo económico


La obviedad de este apartado obliga a la precisión. Lo económico juega un papel importante en esta fórmula. Supongo que lo han notado, pero que los empleados puedan desempeñar sus labores desde casa implica una reducción de costos importante. Reduce el espacio de oficina necesario, reduce el consumo de energía, costos de estacionamiento, entre otros.

Y para el trabajador, estar en casa también ofrece beneficios económicos. Se reduce el gasto de combustible. Se reduce el gasto en alimentos, pues cocinamos en casa. Entre muchos otros.

En resumen...


Señores patronos, directivos, jefes o cualesquiera figuras de autoridad: si en algún rincón de sus intenciones habita el deseo de ver crecer a sus empleados, escuchen y consideren la opción del trabajo en casa como formato permanente. En muchos sentidos, entre ellos costos y productividad, es un «ganar ganar».

jueves, 18 de julio de 2019

Un cretino de pasajero

Hace unos días empecé a leer un compendio de cuentos de Bukowski y su simpleza me resulta inspiradora. El tono escatológico parece casi adolescente, pero el manejo tan indiferente lo rescata.

Hace mucho, también, que no escribía con un vaso de whiskey al lado. No es de la mejor calidad pero el calor que me lleva a las tripas es real. Cumple su función. Esta noche estoy solo, Ale se fue a dar una charla a otra ciudad y vuelve hasta mañana por la tarde.

Así me encuentran las nueve de la noche, con whiskey al lado y los dedos somatando el teclado. Aprendí a escribir así por trabajar en una aerolínea. Creo que tiene que ver con la sensación de capacidad que proyecta quien hace las cosas rápido, y resolver asuntos rápido en ese mundo generalmente se demuestra tecleando frenéticamente. La somatada de las teclas resulta de la extensión del impulso.

¡Tac! ¡Tac! ¡Tac!, entre el murmullo de ese baile locuaz por las letras, terminando por un «son quinientos sesenta y cuatro dólares. ¿Desea que haga el cargo en dólares o en quetzales?». La agilidad es una buena forma de manejar las objeciones.

En fin, ahora escribo así, somatando, pero no ayuda en nada con las objeciones internas. Hace un par de días intenté escribir un cuento. Estuvo un poco difícil. Recién me bajé del Uber y quería relatar lo sucedido. Traía la cabeza algo alborotada pero me picaban los dedos por escribir. Ale no había regresado de su ruta y el silencio de la soledad me acompañaba para escribir. «Debo terminar de aburrirme» me dije. He estado leyendo al respecto y, después de pensarlo un poco, recuerdo momentos en los que funcionó. El aburrimiento pone a trabajar la cabeza, es la mejor forma para construir historias. Así que me senté. El problema fue que se me atravesó una idea en la cabeza y tuve que hacer una llamada. Necesitaba saber si mi mamá todavía tenía guardada alguna de las máquinas de escribir de una tía.

Quería hacer el experimento. Es que, junto con el aburrimiento, escribir en un medio análogo es un buen ejercicio. Sucede que al escribir en computadora se hace muy difícil soportar el impulso por editar, esto interrumpe el proceso creativo y no hay nada más dañino para el mentado proceso creativo que las interrupciones. Es algo que me ha causado muchas discusiones y disgustos; a veces es difícil ocultar la molestia que causa una interrupción, y eso es un problema cuando uno vive en un mundo lleno de otras personas que no les importa una mierda o simplemente no saben que uno está sumergido en uno de esos momentos.

Cogí el teléfono, respondió mi mamá. Una pregunta de unos segundos detonó una conversación de casi un cuarto de hora. Sí tenía las máquinas, eran dos; una eléctrica y una mecánica. Prefiero la eléctrica, supongo que debe ser más rápida y menos bulliciosa. Este próximo fin de semana haremos tiempo para que las recoja o me las traigan.

Inmediatamente después de colgar la llamada me senté a escribir. No llené una página cuando empezaron a ladrar los perros porque el portón se estaba abriendo: Ale había llegado. Quedarme encerrado en el estudio en un momento como ese ya no es una opción, estamos trabajando en mejorar nuestro matrimonio y todas esas ocasiones hay que aprovecharlas para compartir. Terminé la línea en la que estaba y fui con ella. Conversamos un poco pero el cansancio y los dolores la tenían de mal humor y corta de palabras. Se acostó y se quedó dormida. Yo aproveché para ir por mi cuaderno y terminar de escribir el pequeño relato a mano. Lo transcribo (ligeramente editado) a continuación:


Fue un jueves de Uber y hay demasiados cables en mi escritorio. Los cables son parte desorden y necesidad, quizá también una cuestión de tiempo, del momento oportuno. Lo del Uber sí fue por necesidad; eso y un poco de conveniencia. Lo innecesario fue la conversación, un poco incómoda aunque oportuna si consideramos las deplorables condiciones de vida en Guate.

Todo empezó con un par de zigzagueos que me pusieron un poco nervioso. El piloto buscaba algo entre los asientos; si hubiera sido un poco más paranoico me habría preocupado de que sacara un arma, pero no, fue un catálogo.

–Conoce los productos fushion– dijo, con un tono que obviamente ensayaba cuando iba solo en el carro.

–No– contesté, pero dentro de mí dije algo como «¡mierda!».

–Son productos de salud, tés, batidos– y siguió describiendo cosas así, no recuerdo exactamente qué más dijo porque ahí perdí la atención.

Pasé las páginas del catálogo mientras él seguía hablando; tuvo la gentileza de encender la luz, así descubrí que la marca se escribe Fuxion. Yo fingí cortesía. Creo que lo hice bien. Él siguió hablando y de nuevo se lanzó a buscar algo más entre los asientos; para esto yo empezaba a cerrar el librito.

–Tenga una muestra, para que pruebe– dijo, titubeando ligeramente, como si estuviera probando un nuevo discurso o como si se esforzara en recordar el script –es energizante, para combatir el estrés y esas cosas– agregó. Creo que habló también de algo relajante, o quizá eso fue de otro producto.

Di las gracias y dirigí la vista al horizonte, imaginando qué responder si se ponía más agresivo con la venta. En mi cabeza sonaba algo como «No quiero sonar grosero pero, por favor, no me vendás cosas, no voy a comprar». Pero no fue necesario. No sé si leyó mi actitud o si simplemente no era tan agresivo. Pensé que quizá estaba infringiendo alguna política de «no venta en ruta» de Uber y no insistió para que no lo reportara. La cosa es que no jodió más.

Habló un poco del trabajo y que está haciendo esto para compensar los turnos de doce horas que hace transportando cretinos como yo. No quise imaginar su situación, no era necesario. Al menos me sentí bien de no haberlo rechazado con su venta con mi modo tan grosero.

–Que tengás buen turno– le dije, y cerré la puerta.

jueves, 28 de febrero de 2019

La Odisea desde Sócrates hasta el Juego de tronos



La Odisea es un poema épico de la antigua Grecia. En él se relata el largo y complicado viaje de retorno del héroe Ulises, luego de partir hacia la guerra de Troya. Pero Ulises no es el único que ha realizado viajes extensos y complicados; los suyos apenas reclamaron veinte años de su vida. Su relato, sin embargo, ha continuado una travesía de más de dos mil años, y algunas de sus escenas aún estremecen a un público imposiblemente lejano.


A continuación se presenta un breve análisis de dicha obra. Se señalarán algunos elementos básicos de su argumento, de su manejo del tiempo y del espacio así como sus maniobras narrativas peculiares e interesantes intertextos.

Sobre el autor

Homero es, sin duda, una de las máximas figuras de la literatura universal. Y llamarle “figura” resulta muy conveniente, pues la historia no ha permitido esclarecer si se trata de un único individuo. A esta figura se atribuye la autoría de la Ilíada y la Odisea –obra que nos ocupa en esta ocasión–, las dos obras fundamentales de la literatura grecolatina y, por extensión, de la literatura occidental.

Un fuerte motivo de duda respecto al hombre Homero es la amplitud histórica que presentan sus supuestas obras, a pesar de que a las historias solo las separan diez años. Werner Jaeger señala en su Paideia que, “Desde un punto de vista histórico la Ilíada es un poema mucho más antiguo. La Odisea refleja un estudio muy posterior de la historia de la cultura” (2010, p. 30). Tal es la distancia aparente entre ambos textos que se creen escritos en diferentes siglos, lo que haría poco probable y quizá imposible la autoría de las obras por un solo hombre. Otra peculiaridad que complica la ubicación de estas obras en el tiempo es que las fechas estimadas de su creación las separan por varios siglos del nacimiento de las sagas (Jaeger, 2010, p. 30).

Haciendo a un lado esta cuestión, se antoja relevante aquello que representa lo homérico; es decir, la distinción que recibieron estas obras, desde la Grecia clásica, sobre las demás formas o expresiones literarias. Por tal motivo, para efectos de estudio, se debe tomar en cuenta que Homero, más que una figura de la historia de la literatura, representa “el primero y el más grande creador y formador de la humanidad griega“ (Jaeger, 2010, p. 49). Sus obras presentan, aunque con la exageración que se hizo característica de la epopeya, el fundamento de los ideales de la cultura griega, que se convertirán en la base de la cultura occidental, que a su vez se difundirá al resto del mundo.

Sinopsis

La Odisea relata las aventuras de Ulises en su viaje de retorno a Ítaca después de una ausencia de veinte años. Su partida se da a causa de la guerra de Troya, la cual dura diez años, y los otros diez transcurrieron entre sus aventuras y tragedias mientras intentaba volver. En paralelo, el poema nos da noticia de lo que está sucediendo en Ítaca, donde Telémaco, hijo de Ulises y Penélope, debe enfrentar el asedio que los pretendientes de su madre hacen a su hacienda. Así también, el relato sigue de cerca el sufrimiento de Penélope, quien por veinte años ha llorado la supuesta muerte de su esposo.

Adicionalmente, la intervención divina es un elemento crucial en el movimiento de la acción. En este poema los dioses no solo inspiran temor o valentía en los personajes, sino que se manifiestan explícitamente, hechos seres de carne y hueso, para intervenir en las cuestiones de los hombres. De hecho, todas las miserias sufridas por Ulises son a consecuencia de un castigo impuesto por Poseidón. No es hasta que Atenea intercede por él, solicitando a Zeus que ordene la su liberación, que retoma su camino de regreso.

Tras un largo y complicado trayecto, Ulises regresa a Ítaca, y junto a su hijo y sus dos sirvientes más fieles, eliminan a los pretendientes y devuelven la frágil calma que reina en su casa.

Personajes

La obra cuenta con un amplísimo reparto de personajes. Entre ellos se identifican dos personajes principales, Ulises y Telémaco, alrededor de ellos sucede la acción, su destino es la cuestión que impulsa el relato. En un plano secundario se encuentran Penélope y Atenea, ellas acompañan y funcionan como catalizador para las acciones de los personajes principales.

Se antoja identificar a Atenea como el personaje principal de la obra, pues toda la trama se desencadena por su voluntad. Sin embargo, su papel es más o menos pasivo; consulta por un lado e influye por otro. En fin, su intervención directa es muy limitada, todo lo que sucede por su voluntad –una buena parte de la obra– es a través de terceros, principalmente siendo Ulises ese vehículo de sus maquinaciones.

Adicionalmente, por su aporte hacia el final de la obra, se hace necesario agregar a Eumeo, el porquerizo, entre los personajes secundarios; incluso se hace posible imaginar un destino más importante para él. Filetio, el boyero, aunque adquiere cierto protagonismo en las últimas escenas, no alcanza a superar su rol circunstancial.

El manejo del tiempo y el espacio

El poema se desarrolla en dos planos temporales. Uno de aproximadamente quince días, que inicia con la visita de Atenea a Telémaco en el canto primero, y otro que abarca diez años expresados en las memorias de Ulises. Esta segunda línea de tiempo inicia hacia el final del octavo canto. Durante el desarrollo de la obra, el primer punto claro en donde se alinean los dos tiempos es al encuentro de Telémaco y Ulises en la casa de Eumeo, el porquerizo. A partir de ese momento, toda la acción se unifica en ese tiempo.

Es importante resaltar que el manejo del tiempo, aunque emplea técnicas y maniobras interesantes con las que intenta mantener muy claro el avance de los días, resulta bastante enredado y aparentemente incoherente.

La primera escena, el primer canto, sucede en la asamblea de los dioses. Atenea solicita a Zeus la liberación de Ulises de la isla de la ninfa Calypso, donde cumple un castigo impuesto por Poseidón. Zeus lo concede y, en el mismo momento, se envía a Hermes a dar la orden a Calypso y Atenea desciende a Ítaca para presentarse ante Telémaco.

En su visita, Atena incita a Telémaco a viajar en busca de noticias de su padre; Telémaco emprende el viaje la noche siguiente de esta visita. En múltiples ocasiones se menciona que no pasará fuera más de diez u once días. Quizá la prueba más sólida de la duración de su ausencia es el acuerdo realizado con Euríclea, la nodriza, quien debía informar a Penélope si la ausencia de Telémaco excedía los doce días: “le dí cuanto me pidió [...] después de jurarle solemnemente no decirte nada antes de que transcurriesen doce días, a menos que, buscándole, te enteraras de su huida” (Homero, 1981, p. 115). La conversación referida se da a consecuencia de que los pretendientes se enteran de la ausencia de Telémaco.

Durante los cantos transcurridos (II a IV), la acción sigue a Telémaco por su visita Pilos y a Esparta. Finalmente, durante su estancia en la casa de Menelao, recibe la orden de Atenea de volver. En paralelo a esto se relata el revuelo que causa su ausencia en Ítaca.

Así se revela una nueva maniobra para moverse en el tiempo y el espacio. Hasta ahora –aproximadamente ha transcurrido un tercio del poema– los cambios de escenario o personaje se realizan en compañía de los personajes, no hay saltos a otros escenarios, la historia y el mundo se van desenvolviendo detrás de la acción. Sin embargo, en este momento, por primera vez, Homero teletransporta al lector a otro sitio. Cabe resaltar que todas estas transiciones son paralelas en el tiempo, siempre ejecutados por la fórmula “mientras el personaje a hacía x, el personaje b hacía y”, con mínimas variaciones. Esta se convertirá en su herramienta secundaria para hacer cambios de escena. Parecería que las imágenes del amanecer cumplen esta misma función, pero esto solo funciona como una descripción del paisaje. Los verdaderos cambios de escenario o transiciones entre las acciones de los personajes se hacen principalmente siguiendo a los personajes, y secundariamente como estos saltos en el espacio, aunque siempre paralelos a una acción en el espacio del personaje al que originalmente seguía la acción.

De una forma peculiar se hace la transición a la isla de la ninfa Calypso, donde se encuentra Ulises. Es realmente un salto al pasado. En la línea anterior ya se ha seguido a Telémaco por unos doce días, que inician desde la llegada de Atenea. La transición hacia la historia de Ulises inicia, aparentemente, en la misma asamblea de los dioses que se presenta en el canto primero. En aquella ocasión se mencionó que Hermes sería enviado a ordenar la liberta de Ulises, pero el narrador sigue a Atenea en su visita a Telémaco. Esta asamblea termina en las mismas instrucciones a los dioses, pero en esta ocasión el narrador sigue a Hermes. Aún así, lo que complica las medidas del tiempo es que Atenea menciona lo que está sucediendo Ítaca, lo que sugiere que esta asamblea se está llevando a cabo en un momento posterior a todo lo que hemos conocido de Telémaco. Por otro lado, se puede argumentar que, en un universo determinista como el griego clásico, estos conocimientos no forzosamente significan que las acciones mencionadas han sucedido. Así se revela un severo problema con el tiempo general de la historia.

El poema prácticamente reinicia cuando la acción se vuelca a Ulises. Hermes da la orden a Calypso y ella libera a Ulises. Transcurren cuatro días en lo que Ulises termina su balsa. Al quinto día zarpó. Dieciocho días después vio las costas de Feacia, pero Poseidón lo hizo naufragar por tres días más. Hasta este punto ya han pasado más de veinticinco días, y hace falta agregar el tiempo que pasa en Feacia, donde, por al menos dos días, Ulises relata sus aventuras y desventuras que abarcan los diez años que han pasado desde que salió de Troya. Durante estos relatos la narración cambia su formato y se convierte en una serie de soliloquios que es extienden por más de un tercio del poema.

Finalmente, la estructura narrativa recobra su forma cuando Ulises es dejado en las costa de Ítaca, donde un día después volverá Telémaco, de una ausencia no mayor a doce días.

Curiosos intertextos

El título del presente análisis hace una promesa que se debe cumplir, y es porque la Odisea lo permite. Tal es la influencia que esta obra ha tenido en la creación literaria, que ha logrado insertar aunque sea escenas o ideas en las obras más populares del siglo XXI. La obra, o fenómeno, al que se hace referencia es la aclamada saga Juego de tronos, una fantasía épica llevada a la televisión que se ha convertido en una de las producción más populares de su tiempo.

Con esta obra se identifican dos intertextos puntuales. Por un lado se puede ver la reproducción de las normas de hospitalidad. En el caso de la Odisea tiene una justificación mitológica/religiosa, pues se cree que cualquier forastero puede ser la personificación de un dios, y no agradar a un dios puede tener consecuencias funestas. En el caso de Juego de tronos, la hospitalidad constituye un derecho sagrado del huésped, y quebrantar este derecho implica desatar la ira de los dioses.

Alrededor de esta cuestión se encuentra una escena cuya intertextualidad es principalmente estética, aunque en ambos casos implica una severa traición a las normas de hospitalidad y convivencia. Se trata del asesinato de Agamenón que se relata un más de una ocasión en la Odisea, inicialmente con Néstor (Homero, 1981, p. 81-83) y posteriormente del fantasma del mismo Agamenón (Homero, 1981, p. 233). Tal escena, que presenta la imagen de un sangriento y grotesco asesinato llevado a cabo durante el banquete, evoca directamente a una de las escenas más emblemáticas de Juego de tronos, el asesinato de Robb y Catelyn Stark, una escena mejor conocida como The Red Wedding (Martin, 2011, p. 702-705).

Valoración crítica

La Odisea es una obra muy extensa y compleja. Sobre esto se debe agregar que esta escrita para ser recitada. Y aquí es imposible dejar pasar la oportunidad para señalar las maneras en las que Homero valida y respalda su profesión. En repetidas ocasiones enaltece al aedo, y no a uno en particular, sino a la figura del aedo; tanto al de los feacios como al de Ítaca. Más que eso, pone en boca de Ulises los más altos elogios, y más aún, llega a comparar al mismo Ulises con los aedos, por la destreza con que maneja sus artes.

Más allá de estas peculiaridades, el poema deja un mal sabor de boca en el final; es un ex machina. Atenea dice: “¡Detente y pon término a la lucha y no incurras en el enojo del tonante Zeus!” (Homero, 1981, p. 463), Ulises obedece y todos sellan las paces. De esta forma la historia queda incompleta, muchos hilos quedan abiertos, entre ellos uno que inspira interesantes especulaciones...

Trilogía inconclusa

Algo extraño sucede con el tratamiento de Eumeo. Por una razón que nunca se esclarece, en repetidas ocasiones el narrador se refiere a él en la segunda persona. Es el único personaje con el que sucede esto, y en la amplia mayoría de ocasiones que se refiere a él sucede. ¿Qué sentido puede haber detrás de esto? La repetición de las incidencias anula la posibilidad de que sea un error editorial. ¿Pero podrá haber algo detrás?

Entonces se hace tentador pensar en que las obras estaban estructuradas como una trilogía. Claro que para hacer tal aseveración sería necesaria una profunda investigación, además que desde el inicio se mencionaron las dudas sobre la autoría de las obras. Sin embargo, es muy curioso notar como tomó protagonismo ese personaje en el último tercio del libro. Además, queda claro que falta una buena aventura para cerrar el ciclo, pues Ulises debe caminar hasta donde encuentre hombres que no conocen el mar para hacer el sacrificio que terminará de calmar la ira de Poseidón. ¿Será posible que Eumeo se estaba perfilando como el futuro protagonista de una obra que la historia nos ocultó?

Referencias

- Jaeger, Werner (2010). Paideia: los ideales de la cultura griega. México, D.F., México: Fondo de Cultura Económica.

- Homero (1981). La Odisea. Madrid, España: Editorial EDAF, S.A.

- Martin, George R.R. (2011). A Storm of Swords. Nueva York, Estados Unidos: Bantam Books, Random House Inc.

Ese amoroso tormento de encender la sospecha

Abstract

No cabe duda de que sor Juana Inés de la Cruz fue una figura revolucionaria en el mundo de las letras y el pensamiento. Sus textos, cargados de densas reflexiones filosóficas, son una muestra temprana –y bastante rigurosa– de algunas corrientes de pensamiento que no se formalizaron hasta varios siglos más tarde. Resalta la proximidad de sus reflexiones con las ideas desarrolladas por los maestros de la sospecha; expresión creada por Paul Ricoeur, un filósofo del siglo XX, para referirse al trabajo de Marx, Nietzsche y Freud, tres pensadores del siglo XIX. A continuación se desarrolla un breve análisis del poema Este divino tormento, compuesto en la segunda mitad del siglo XVII, recogiendo los rasgos que le acercan a las ideas de los maestros de la sospecha.

Sobre la sospecha

“El ejercicio de la filosofía está estrechamente ligado a la práctica de la sospecha” (2013, p. 8), anota Francesc Torralba en su ensayo Los maestros de la sospecha. Y es que toda exploración, toda reflexión, todo esfuerzo de análisis parte de un anhelo por descubrir la verdad, por esclarecer un fenómeno que se presenta velado o simplemente incierto, extraño. Ejemplos de ella se remontan a la mayéutica socrática y al ejercicio filosófico de la antigua Grecia. Desde entonces, una forma de sospecha ha acompañado el desarrollo del pensamiento, encontrando sus principales obstáculos en las ideologías dominantes de cada época.

Torralba traza, a manera de introducción, una secuencia de padres de la sospecha, o antecesores de los tres señalados por Ricoeur. Con ellos se establecen algunas peculiaridades de los maestros de la sospecha:

[...] el maestro de la sospecha turba el espíritu, genera angustia. No se trata solo de un impacto de tipo intelectual, que se mueve en el terreno de la duda metódica, sino de una alteración que involucra la vida emocional, el pathos. Al sospechar de lo más elemental, el pensador se ve abocado a la nada y experimenta horror uacui. Como consecuencia de ello, necesita consuelo, formas de aligerar la angustia y la sospecha. Le hace falta un bálsamo que lo conduzca a la anhelada serenidad. (Torralba, 2013, p. 11)

La sospecha, entre tanto, no se presenta como una excepción en la práctica filosófica, es, más bien, algo como una de sus motivaciones esenciales. Aun así, la expresión de Ricoeur no debe ser desdeñada. Bien indica Torralba que “hay pensadores que adquieren la categoría de acontecimiento porque tras ellos la tarea de pensar se transforma radicalmente” (2013, p. 3), y tal es el caso Marx, Nietzsche y Freud. Aportes como los de estos pensadores trazan rutas que simplemente son imposibles de ignorar para cualquier pensador posterior. Entre estos se puede mencionar la tríada griega, que no solo marcaron un antes y un después en el origen del pensamiento, sino que dibujaron la ruta de todo el pensamiento occidental. Asimismo, se puede hablar de la influencia de Descartes, Kant y Hegel para la era moderna.

Tal fue el caso de los tres maestros de la sospecha, quienes según la interpretación de Ricoeur –ampliamente aceptada por la historia– sacudieron los pilares de la civilización occidental, y de ellos surgió un cambio sustancial en la forma que se desarrolló el pensamiento posterior. Estos tres pensadores, nos dice Torralba, alteraron la visión moderna del hombre, con una crítica que “convierte [al hombre] en un ser esencialmente problemático, un enigma para sí mismo que ya no tiene referentes sólidos para definirse ni para marcar su singularidad en el mundo” (2013, p. 5). Esta última acotación resulta particularmente relevante para la situación de sor Juana Inés de la Cruz, quien además de expresar crudamente ese conflicto esencial, debe enfrentarse al problema de la singularidad recluida en un convento, es decir, insertada en una institución y en un espacio que le exigía suprimir su individualidad.

Las señales de sospecha en la obra “Este amoroso tormento”

Los maestros de la sospecha atacaron la noción de sujeto desde distintos frentes. Marx devela la ideología como falsa conciencia, Nietzsche pone en jaque a los valores y Freud trae a superficie las pulsiones inconscientes.

De distintas maneras, estos tres temas salen a colación en la obra de sor Juana. Quizá lo más preponderante es la cuestión del inconsciente. Desde el título “Este amoroso tormento”, se hace evidente una profunda neurosis que se desarrolla a lo largo del poema con expresiones oximorónicas, a veces contradictorias, y a veces profundamente conflictivas. Entre estas, se puede extraer muestras como: “Y cuando con más terneza / mi infeliz estado lloro, / sé que estoy triste e ignoro / la causa de mi tristeza” (tercer verso), “Cuando por soñada culpa / con más enojo me incito, / yo le acrimino el delito / y le busco la disculpa” (vigésimo verso).

En el primer verso se percibe la discrepancia entre una expresión de ternura que resulta en un infeliz llando, para luego reconocer la tristeza pero sin comprender su causa. El segundo ejemplo presenta una culpa imaginada –autoimpuesta quizá– que contrario al arrepentimiento que le sería correspondiente, según los protocolos ideológicos (nótese el guiño a Marx, aunado a la autoimposición), a la vez le acusa y le indulta.

Una severa crisis subjetiva se hace ver en las palabras de sor Juana, y para dar el tiro de gracia, trastoca profundamente la cuestión de los valores y acaricia la voluntad de poder. En el verso vigésimo primero sentencia: “No huyo el mal ni busco el bien, / porque en mi confuso error / ni me asegura el amor / ni me despecha el desdén”, claramente la narradora se está colocando más allá del bien y del mal. Su búsqueda, que puede suponerse es el anhelo a la verdad o al conocimiento, se reconoce como un asunto que supera cualquier esquema de valores. Más adelante, esta sospecha, qué más se manifiesta como una convicción, se expresa respaldada por una recia voluntad: “Si alguno mis quejas oye, / más a decirlas me obliga, / porque me las contradiga, / que no porque las apoye” (verso vigésimo tercero).

Queda mucho por trabajar desde un análisis tan superficial como el presente. Sin embargo, se hace razonable considerar a sor Juana Inés de la Cruz, desde su posición de mujer, considerando su situación como religiosa y su contexto colonial, como una figura sobresaliente más allá de su aporte a las letras latinoamericanas. Su pensamiento no solo se adelantó varios siglos, sino que logró plasmar, de una forma sintetizada, las elaboradas reflexiones de eminentes filósofos.

Referencias

- De la Cruz, sor Juana. Este amoroso tormento. Recuperado de: https://ciudadseva.com/texto/este-amoroso-tormento/

- Enciclopaedia Herder. (2017). Juana Inés de la Cruz, sor. Recuperado de: https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Autor:Juana_In%C3%A9s_de_la_Cruz,_sor

- Enciclopaedia Herder. (2017). Filosofía de la sospecha. Recuperado de: https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Filosof%C3%ADa_de_la_sospecha

- Torralba, Francesc. (2013). Los maestros de la sospecha. Barcelona, España. Fragmenta Editorial.

miércoles, 27 de septiembre de 2017

Manifestar(se)

A modo de prólogo

Durante el interciclo del 2015 iniciamos un intercambio de ideas con una estimada compañera. Desde los primeros momentos empezó a traslucirse una preocupación por el lenguaje, por lo que podía sostener la palabra, por aquello que llamamos decir. De esa cuenta surgieron una serie de reflexiones que luego, al arrancar el curso de Filosofía del Lenguaje, se fueron agudizando, desmoronando, replanteando o eliminando.

La intención del presente trabajo es recoger esas reflexiones y, a partir de ellas, presentar una aproximación hacia el lenguaje desde las experiencias propias, descubriendo así los sesgos, prejuicios y, en el mejor de los casos, las luces que de ellas se puedan obtener. No se pretende, con el siguiente texto, presentar argumentos conclusivos ─¿qué texto filosófico podría?─, y quizá por eso falle como un ensayo académico. Sin embargo, considero válida la exposición, pues estimo el valor del filosofar en el esfuerzo por comprender, más que en la comprensión conclusiva.

De lo irreal a lo supra-real ─o infra-real─ a lo semi-real

Somos capaces de decir lo que no es, lo que no podemos experienciar con certeza; o más bien, una experiencia que no podemos compartir fielmente. Por ahí se puede complicar la cuestión del lenguaje, de esa herramienta con la que hacemos sentido de nuestro mundo. Entonces retomo un ejemplo que en alguna ocasión intenté elaborar: Si yo digo «un espíritu es verde», con mi lenguaje estoy violentando la verdad (entendiendo «verdad» como una certeza que se puede comprobar y compartir, o sea, en sentido positivista y cientifista). Al utilizar el lenguaje para dirigirme a algo, o señalar aquello que supera la experiencia de realidad comprobáble, empírica, le estoy imponiendo categorías de mi realidad a una experiencia que no corresponde a esa realidad. ¿Habría de, por eso, no decirlo?

Se debe tomar conciencia entonces, de que yo hablo desde mi lenguaje, desde lo humano. Cuando describo cosas como esa, empleo referencias de mi lenguaje, que surgen de mi contexto inmediato y comprobable, para proyectar una experiencia que ocurre fuera de esta realidad; o más bien, para proyectar un evento del que puedo decir que tengo cierta experiencia, aunque esta sea muy íntima. Entonces, sí puedo hablar de otras realidad pero no puedo decirlas con suficiente certeza como para que mis palabras atraviesen esta realidad, y lleguen a la realidad donde aquello ─posiblemente─ es; y así capture su concepto y me devuelva la referencia a esta realidad.

De esto se descubre que yo hablo desde un plano de realidad ─digamos que es una realidad espacio-temporal─ sobre el cual puedo decir que tengo certeza ─de ahí ha surgido una buena parte de nuestro lenguaje, principalmente el científico─, que limita aquello puedo decir.

Por otro lado, como seres que padecen esa realidad física y, a la vez, padecen a otros seres que se encuentran en el mismo plano de realidad, hemos reconocido sentimientos y emociones de los que se puede decir que son prácticamente universales para la humanidad ─con excepciones que llamamos patologías─ y que incluso se puede extender a otros de los seres con quienes compartimos este plano de realidad. Hemos aprendido a identificarlos, a establecer parámetros para reconocerlos. Los hemos compartido y hemos descubierto que, en general, es algo que también podemos experimentar; si no de la misma manera ni grado, hay algo básico, una similitud fundamental que nos permite reconocer que es un sentimiento o emoción tal el que sentimos; este tipo de experiencias, igual que las planteadas anteriormente (nociones místicas o, si se quiere, metafísicas), escapan la realidad inmediata, pero tenemos acceso a ellas en cuanto somos capaces de abstraer referencias del mundo real.

Asimismo, sobre algunas nociones básicas hemos construído nuevas y hemos deformado otras. Sobre esto también se construye nuestro lenguaje.

Nos hemos percatado también de que el humano tiene la capacidad de dialogar con sí mismo. Ese diálogo interno es estrictamente una experiencia íntima, demasiado íntima quizá. En ese tipo de experiencias pueden surgir revelaciones ─cuando el yo se proyecta como un ente externo y se dirige a sí mismo─. No veo nada mal en este tipo de experiencias, de hecho creo que se deben buscar; el peligro y la potencia de daño está en intentar compartirlas como verdad, en presentarlas como experiencias reales ─«reales» en cuanto a pertenecientes al plano de realidad sobre el que se ha planteado que tenemos certeza─. Así que debo decir que esta es una experiencia semi-real, en cuanto a que ha sido experimentado por un ser que es en esta realidad pero el plano de realidad donde la experiencia tendría lugar no es el mismo; es un universo personal, interno, íntimo; un universo que solo puede existir como creación ilusoria ─según lo nombramos en este plano─, producto del diálogo interno de un individuo con sí mismo.

Sí, es una perspectiva antropocéntrica. Sí, no es infalible y puede albergar muchos errores. Pero, ¿no es producido por el hombre el lenguaje mismo que nos permite las abstracciones para «superarlo»? Asimismo, el «conocimiento» también es producto del esfuerzo humano, ¿podemos hablar desde lo desconocido (no hacia, ni sobre, sino desde)?

Lenguajes privados, burbujas de lenguaje


Cosas extrañas suceden cuando las relaciones entre personas se hacen muy estrechas. Una que se puede identificar ─e interesa al tema─ es cómo empiezan a surgir variantes de lenguaje; cómo el lenguaje se va acoplando y recreando. En cualquier tipo de relación que se estreche suficiente, es cuestión de tiempo que se empiece a producir un lenguaje propio, un sistema de referencias privado. ¿Será acaso porque las personas, al compartir tanto entre ellos, se comprenden a un grado más pleno que les permite estas variaciones del lenguaje?

Si escarbo en mis memorias, encuentro que muchas de estas alteraciones surgen de experiencias compartidas. Algunas veces se adoptan y se modifican expresiones de terceros, o se adoptan expresiones que surgieron en alguna circunstancia particular, especial y representativa, de alguna manera, para las partes, pensaría que probablemente para ambas, pero necesariamente para una y que por extensión gana valor para la otra.

Otro fenómeno dentro de esto son los agregados. Según se van agregando individuos externos se empieza a diluir el sentido de ese lenguaje; se propaga, pues estos terceros adoptarán y aportarán, pero se empieza a diluir el valor, por la pérdida de intimidad. Hay una complicidad, una intimidad que sostiene la intensidad de ese lenguaje. Según se incluyen hablantes, se cotidianiza, se trivializa este sublenguaje; esa subcultura íntima empieza a emerger al “gran mundo” y necesariamente debe adaptarse a más elementos externos, a una cultura mayor; se le rompe el cascarón. ¿Cómo podemos llamarle a esto a lo que me refiero cuando digo sublenguaje?

Lenguaje en la construcción de la identidad

Algunas hipótesis de construcción de identidad apuntan a la antropofagia, planteando que el hombre devora al hombre, por medio del lenguaje, y así construye su identidad. En un primer momento me pregunto si realmente es posible decir que el lenguaje, en sí, devora al hombre ─o sea, sí, es cierto que en el uso del lenguaje se llega a devorar al hombre, pero me parece más como una consecuencia accidental─. Y es que el lenguaje es el modo con el que el hombre se manifiesta, se coloca a sí mismo en el mundo, se pone en el camino de la realidad, interrumpe, irrumpe en, la realidad. Por eso puede decirse que en cierto sentido es innegable que lo devora, porque el lenguaje se convierte en el límite de la realidad del hombre, la frontera hasta la cual se puede existir, ser, conscientemente. Así es como la antropofagia es accidental, más bien diría que es el hombre quien, utilizando el lenguaje ─sin que sea mucho más que una herramienta─ devora al mundo. Luego vale decir que el hombre, con el lenguaje, devora al hombre; pues en su proceso de devorar el mundo ─«la Realidad»─, encuentra en el otro ─en el hombre─ un objeto más para devorar con su lenguaje; incluso, con la introspección se devora a sí mismo. Así, que el lenguaje «devore al hombre» resulta siendo algo accidental, lo cierto es que el hombre devora al hombre, incluso a sí mismo. De manera que el lenguaje, y por extensión la escritura, son parte de un proceso de digestión, de autodigestión.

Dando un pequeño giro, ¿qué es esto de escribir?

Hay en la escritura una búsqueda de sí, en ese sentido es antropofágico el lenguaje: en la construcción, creación ─si es posible «crear»─, de la identidad. Hasta decir descubrimiento [de identidad] me parece irresponsable; es construcción, es reconocimiento de algunas tendencias de carácter que pueden ser innatas ─el origen resulta irrelevante, pues al momento de reconocer esas características, estas ya están internalizadas─. Sin embargo, este proceso es inconsciente para la mayoría, pues hay algunos aspectos que son deliberadamente imitados, pero estos tienden a ser superficiales y, por tanto, variables según el estado de ánimo.

Un elogio

A uno que le gustan las palabras ─aunque nunca termine de entender esa dulce y brumosa masa del lenguaje─ le ofenden, de forma indescriptible, los atropellos que en la cotidianidad se le hacen. Sin embargo, al intentar capturar esos atropellos, y señalar con precisión dónde está la violencia, muchas veces la ofensa se diluye: se esfuma al apreciar la posibilidad de comprensión dentro esa expresión del caos. Así el error, el defecto, se convierte en una forma de belleza, en ese destello de color que sobresale del plano gris de la convención. Sí, que los gramatólogos y los lingüistas enclaustrados lloren sangre; no pasa nada. Quizá en sucio, quizá no con perfección, pero entre todo nos entendemos: no hay expresión del lenguaje exenta de sentido. Puede que no sea el sentido intencionado, pero como expresión, como intervención en una experiencia ajena, es imposible que se sustraiga de la posibilidad de interpretación.

El lenguaje es, entonces, sumamente flexible, maleable, dócil.

Los problemas de las libertades y las restricciones en el lenguaje, en cuanto a una función comunicativa

La comunicación exige la restricción de las palabras a significados concretos. Sin embargo, (por lo planteado en la última sección del apartado anterior) el lenguaje se expande en la expresión. Como medio de expresión esas restricciones se abren, esas fronteras pueden hacerse borrosas, quien expresa puede exceder los límites de significación de las palabras. Entonces se complica el problema. El lenguaje en cuanto instrumento, se convierte en algo que podría expresarse como comparable a música abstracta: los sonidos están ahí, en cuanto a sonidos de lenguaje puedo reconocerlos, pero la armonía se me escapa, la armonía habitual, pues estas expresiones bailan al ritmo de su propia armonía, no es que no tenga armonía, es que no la conozco, no la comprendo. Pero me estoy quedando encerrado en la intención de entender lo expresado, o sea, de cumplir un círculo de comunicación. Esto es, quizá, lo que debe establecerse: que esta forma de lenguaje no brota de una intención comunicativa, sino simplemente expresiva.

Así se nos presenta un nuevo problema: ¿es correcto que llamemos a esto lenguaje? ¿no es acaso la función esencial del lenguaje una función comunicativa? ¿no es acaso un lenguaje que falla en la comunicación uno que falla como «lenguaje»? Por el otro lado, hay gestos, hay diversas formas de expresión que cumplen específicamente con una función comunicativa. Pensemos en señales con las manos, gestos faciales, íconos, señales, etc. Estas no se conforman de palabras, sin embargo por su función y eficacia comunicativa, constituyen un lenguaje. Les llamamos lenguaje corporal, de señas, iconográfico, etc. En fin, ¿valdría la pena separar estas formas de expresión del lenguaje comunicativo, solamente porque no hacen uso del lenguaje para la finalidad establecida? Me atrevo a decir «establecido» porque, como dije al principio, «la comunicación exige la restricción de las palabras a significados concretos», por tanto, en cuanto a su función comunicativa, este lenguaje restrictivo acepta ─e incluso depende de─ esa arbitrariedad. Y así, el lenguaje como tal, no reconocería estas expresiones sin valor comunicativo como parte de él.

Volvamos al punto inicial. El lenguaje, con el uso, se restringe. Una palabra, con el uso, adquiere un significado, y con la perpetuación de su uso, con la estabilidad de su aplicación, se restringe su significado. Sin embargo, esta restricción no es absoluta. El significado es dinámico, se va ajustando a las variaciones que el estilo de vida y el medio de los usuarios exige. Pero en todo momento, incluso cuando está variando, las palabras están ligadas a uno o varios significados, adoptando nuevos y desprendiéndose de los viejos; y si en algún punto se pierde su significado, su valor como palabra desaparece, se oculta, pues falla a la comunicación.

La intención en el uso de las herramientas, y su correcta utilización, determinan el valor de la expresión como lenguaje. Al igual que un concepto, el lenguaje mal empleado, uno que no cumple con la función comunicativa, no habría de tomarse como lenguaje. Por ejemplo, si yo tomo materiales de construcción, y los utilizo para hacer una escultura ─que no es habitable─, ¿podríamos considerarla como una casa o como un edificio? Esto lo digo restringiéndome a la función comunicativa del lenguaje. En este sentido, una expresión que no observe las restricciones de significación del lenguaje, no podría tomarse como lenguaje. Pero esto no significa que tal expresión carezca de valor; simplemente no tiene valor como lenguaje, como parte de un sistema simbólico comunicativo. El valor de una expresión que excede esta restricción recae en la experiencia, en la vivencia, en el enfrentamiento. Es una experiencia del caos, del sin-sentido, que probablemente evocará algún sentido. Es más, el espectador inventará algún significado para esa experiencia, pero no es un significado que brota de la expresión, ni de quien la expresa, no es un significado que se puede encontrar como determinado por la expresión, sino que es un significado que brota del observador, inspirado en la experiencia.

Lenguaje como manifestación

No puedo dejar de pensar el lenguaje como una construcción humana. Pero entonces, al decir «el lenguaje» me estoy refiriendo a esta forma particular, a los sistemas que empleamos para comunicarnos, para manifestar nuestra existencia. Entonces pienso si podríamos pensar el lenguaje sin humanos, y me doy cuenta de que el lenguaje es manifestación, el lenguaje es una consecuencia de la manifestación.

Por ejemplo, si pienso en una planta, si pienso en una roca, aunque no haya quien la nombre, ella estará ahí, manifestará su existencia. Esto es entonces la esencia de ser: manifestar(se) en la realidad. Tal manifestación puede ser consciente o inconsciente, mas no por eso deja de ser manifestación, pues habita el mundo, es en el mundo, esa es su manifestación, por tanto, en términos humanos, ese es su lenguaje, eso es el lenguaje. Así, la manifestación es la expresión esencial del ser, y el lenguaje, por extensión, es manifestación del ser; manifestar(se) es existir.

Manifestar es dar a conocer, poner a la vista; es precisamente eso a lo que me refiero: la cosa, sin necesidad de un sistema simbólico estructurado, de un dialecto, de una expresión sistematizada, se presenta al mundo; existe, y en tanto que existe, se manifiesta. Manifestar(se), entonces, es ese ponerse a la vista, interrumpir una sección de la realidad, irrumpir en la realidad, darse a ser percibido.

Se hace necesario elaborar en la cuestión de la realidad. Pienso la realidad como planos. Siguiendo esta lógica, la cosa corresponde a cierto plano de realidad que está en capacidad de interrumpir (y percibir), que podrían ser varios, pero ese argumento nos llevaría a un vórtice innecesario. En este caso, y para no caer en absurdos, aceptamos la certeza del plano de realidad que abarca la experiencia humana. Así, bajo las condiciones de realidad que la experiencia humana es capaz de percibir, pensar, interpretar, etc., puede decirse que la manifestación es la expresión fundamental del ser: la cosa que existe, en tanto que existe, se manifiesta; este manifestar(se) se extiende al lenguaje.

Siguiendo el hilo de este argumento, noto que, a donde va lo que existe, lleva consigo esa manifestación. Por ejemplo, la cosa inanimada, la cosa inconsciente ─pensemos en una roca─ va por el mundo como diciendo: soy, soy, soy... Luego, sin importar a qué se enfrente, si aquello a lo que se enfrenta tiene alguna capacidad sensorial, reconocerá en cierto nivel de conciencia que aquello es. Posteriormente podría nombrarla, si cuenta con algún sistema y los medios físicos para hacerlo. De la misma manera podemos pensar en dos rocas que se enfrentan. Estos son dos objetos inanimados e inconscientes (según nuestra experiencia) que carecen de aparatos sensoriales como los nuestros, por tanto no tenemos ninguna forma para empatizar con su experiencia de la realidad más que por los eventos físicos que le acontecen. Pensemos que una viene rodando por una colina, y en su camino se encuentra a la otra. Ella viene manifestando su existencia con cada impacto que da al suelo, asimismo, al chocar contra la otra piedra, el contacto es comunicación, son dos manifestaciones de existencia que se contraponen. El límite de la manifestación para estas cosas es su contorno, la frontera entre sí y la realidad, la frontera que divide el ser de la realidad, del plano de realidad en el que irrumpe.

Los límites de la manifestación y los límites del lenguaje

Los límites, entendidos como el máximo alcance de la manifestación, son compartidos con la existencia. El límite de la manifestación del ser es, al mismo tiempo, el límite de su existencia, la frontera que define hasta dónde es.

Por ejemplo, para un ser inanimado, para un ser inconsciente, su manifestación se limita a su contorno físico. Hasta donde nuestra experiencia nos lo permite, hasta donde es empíricamente comprobable, la piedra ─el objeto inanimado─ no tiene una forma de, conscientemente, proyectar su ser; solo está ahí, es mera existencia ─una existencia pasiva, podríamos agregar─. De él solo puede decirse su manifestación física, el contorno de su materialidad, como manifestación de sí. Si lo evaluamos desde la capacidad perceptiva humana, vemos al objeto porque su contorno refleja o interrumpe la luz, lo escuchamos porque entra en contacto con otro objeto o porque interrumpe una onda sonora, y podríamos continuar con los demás sentidos, pero estas solo son adecuaciones perceptivas de nuestra capacidad de captar la existencia de un ser que esencialmente se manifiesta en cuanto que existe.

Por el otro lado, un ser consciente es capaz de proyectar la manifestación de su existencia, de manifestar activamente su existencia; y ahí llegamos a los sistemas de lenguaje que conocemos, que no son más que mecanismos más elaborados y amplios de manifestación. De esta forma, los organismos vivos tienen rangos más abiertos de manifestación, para nuestra experiencia. En estos la manifestación es más amplia, su campo de acción, su acceso a la realidad, su capacidad para irrumpir en la realidad se extiende por sus capacidades expresivas, por su capacidad de manifestar(se), por la amplitud de su lenguaje. Podemos pensar en el movimiento como la forma más básica de manifestación; el traslado de la manifestación, llevar la manifestación misma, presentar la manifestación misma. Luego podemos mencionar la emisión de sonidos, de luz, incluso de descargas eléctricas. Finalmente valdría mencionar la proyección de la manifestación a objetos, aquí podemos contar tanto la fabricación de herramientas o instrumentos, como la intervención en el entorno: la irrupción a la realidad. De manera que la existencia, en cuanto manifestación, se extiende hasta los límites de la manifestación originaria, hasta los límites de los sistemas simbólicos comunicativos, hasta los límites del lenguaje.

Un pequeño ajuste, la crónica de una enmienda

¡Cáspita!, he tropezado garrafalmente. Retomemos el rumbo y dejemos evidencia de la enmienda.

En el apartados 4 se presentó la idea de que el lenguaje es la manifestación, y que la manifestación, por su parte, es la expresión esencial del ser. Quizá por capricho, o por simpleza, no se había abandonado la conexión entre estos términos; esa manifestación esencial del ser se seguía señalando con el nombre de «lenguaje». En el apartado 6 se hacía lo mismo, sin embargo, luego de presentar la idea ante algunos colegas y analizar sus críticas, me encontré incentivado para dar un paso atrás y analizar de nuevo algunos conceptos. De manera que, en edición final se corrigió la postura a partir del apartado 6, dejando el apartado 4 con sus argumentos originales, pues cumplían la función de mostrar el camino que se había tomado.

Había sido una equivocación extrema, en cuanto a que estaba colocando al lenguaje en el extremo incorrecto. El lenguaje no se encuentra cerca de la base, más bien se ubica en la cúspide de la manifestación. En rigor, el término «lenguaje» tiene su origen en la palabra «lengua», y se empezó a utilizar para significar sistemas de comunicación por su relación con el habla. Por tanto, insistir con emplear la palabra «lenguaje» junto con la manifestación originaria es mantener el encierro en la noción de la función comunicativa, pues efectivamente, el lenguaje humano, como tal, como lo que representa utilizar la palabra «lenguaje» (y todas las palabras de las que se compone este texto, pues obedecen a ciertas convenciones) persiguen esa función comunicativa.

Se hace entonces necesario abandonar el término, o más bien distanciarlo un poco, y con ello re-pensar cómo delimitamos o cómo comprendemos la filosofía del lenguaje. Quizá valga proponer un fraccionamiento, o al menos una distinción, apartando todo lo lingüístico, ya sea a la lingüística misma o a una filosofía de la lengua, y tomando por aparte una filosofía de la manifestación. O quizá el problema que se plantea corresponda a la metafísica.

Lo cierto es que está pendiente resolver qué sucede con el lenguaje luego de este movimiento. Inicialmente debemos distinguir que solo podemos llamar lenguaje a aquello en lo que detectamos un sistema, una sistematización de manifestaciones. Toda aquella manifestación en la que no seamos capaces de identificar un sistema, una estructura, por rigor, nos veremos obligados a llamarla manifestación, a secas. Visto así, el lenguaje se proyecta hasta el límite de la manifestación. Partiendo desde la manifestación originaria, desde la manifestación esencial del ser, a medida que irrumpe en la realidad, a medida que se expande en su intervención en la realidad, a medida que el ser, en su manifestarse, abarca segmentos más amplios de la realidad, su manifestación se hace más compleja, y en el proceso colisiona, se entrecruza, hasta que armoniza con otras manifestaciones, produciendo lenguaje. De esta manera, el lenguaje surge del encuentro de las manifestaciones. El lenguaje es el punto de encuentro, el lenguaje es el puente que une a los seres existentes. La manifestación emana, en el manifestarse se proyecta el ser, y como manifestación atraviesa la realidad. Pero es en el lenguaje que se produce el encuentro, que se reconoce lo otro, al otro.

A modo de cierre

Juzgo mi exposición como deficiente, escueta ─muchos términos son lanzados sin sustento y muchos argumentos quedan inconclusos─. Sin embargo, encuentro su valor en el proceso, en su proyección; pues creo ver algo de valor detrás de la idea de acercar esencialmente la manifestación a la existencia, y su proyección en el lenguaje.

En las pasadas páginas, luego de analizar los usos cotidianos del lenguaje se descubrió un prejuicio a favor de la interpretación del lenguaje exclusivamente bajo su función comunicativa, señalando su origen como una herramienta de expresión. Sin embargo, al avanzar en las reflexiones se fue descubriendo que lo que se tomaba como «El Lenguaje», no eran más que algunos sistemas simbólicos, y por tanto, una consecuencia de algo que por sí es, una construcción sobre aquello que se presenta, una construcción sobre la manifestación. Siguiendo esta línea, se fue haciendo evidente que en el fondo de toda forma de lenguaje está esta manifestación, que es la expresión fundamental de aquello que existe. Así, la manifestación es la forma más básica de existencia, de ser. Vale hacer la salvedad de que esto no significa que aquello de lo que no podamos tener cuenta de su manifestación no exista, ─o aquello de lo que no podemos dar razón, aquello que no seamos capaces de aprehender como manifestación─, pues la manifestación del ser es previa a la aprehensión, previa a la interpretación, previa a la comprensión.

Temo que la noción de la manifestación que presento pueda parecer encerrada en la metafísica de la presencia, pero quiero pensar que no es así. Para superarla, quizá valdría respaldarse en la noción de la huella derridiana: la manifestación que quiero señalar se da en la huella, en ese vacío espacio-temporal previo a la aprehensión. La manifestación ya aprehendida, ya interpretada, ya presente, sería ente.

Otro aspecto que me gustaría resaltar es cómo se muestra una posibilidad de expansión de la existencia a través de la manifestación, aunque me deslice a un romántico pantano poético. Y es que hay una relación directa en la capacidad de manifestar(se) y la extensión de la existencia; el alcance del ser. De cierta manera, el ser se estira a través de los rastros que la manifestación deja, pues toda manifestación acarrea el ser originario. Si volvemos a la piedra, que fue nuestra fiel compañera a lo largo de la exposición, para nuestra experiencia, en el plano de realidad al que tenemos acceso, su existencia está limitada a aquello que puede tener contacto directo con ella, puesto que ya dijimos que su existencia se limita por su capacidad de manifestar(se). Por otro lado, si pensamos en el ser humano, que es el foco y por tanto máximo exponente de las posibilidades de manifestación para nuestra experiencia, puesto que somos humanos, la extensión posible de su existencia es exponencialmente mayor a la de un objeto inanimado, ya que las palabras que decimos, más aún las que escribimos, los objetos que hacemos, etc., quedan como un rastro de nuestra existencia, mientras acarrean un rastro de nuestro ser, expandiendo nuestra existencia.