Al encontrar su mirada, me estremeció. Quizá fue un aire de
orgulloso psicópata, o quizá la incompatibilidad de sus ojos disociados (simplemente su enfoque no estaba bien); lo
cierto es que una extraña forma de poder emanaba de él.
Para algunos, charlatán; para otros, divino; para mí, genial,
astuto, hasta visionario ─o talvez sólo era demasiado carismático─.
Decir que lo respeto casi sería vergonzoso. Más bien, me da
curiosidad; a lo lejos un poco de miedo, definitivamente desconfianza:
exactamente igual que me hace sentir un ilusionista prodigioso.
Cerca de él lo que se cree imposible parece hacerse rutina, permite
saborear la fantasía y, de cierta manera, le agrega sabor a la realidad (aunque
sea a fuerza de pura confusión).
Tras él caminan, vendados por embobamiento, aquellos a los
que intentó liberar; muy pobre resultó el discernimiento, muy grande su
esperanza.
El iluso se embriagó de ilusión y el sabio de razón. A ambos los veo claro.
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