En un bosque oscuro un niño se enfrenta a un árbol. Ambos son el centro de un amplio claro; claro por motivos naturales, no por la abusiva mano del hombre. Hace frío, el viento baila, oscilante, estallando en ráfagas heladas que se clavan como púas, breves, punzantes. Pero ni la temperatura ni el clima son problema, no para el niño, no para el árbol, quizá para mí.
El suelo está colmado de tierra fresca, hojas fugitivas que encontraron en ese claro su descanso, así vuelven a la tierra. Algunas rocas milenarias sobresalen. Lo que parecería, en ellas, timidez, es una densa indiferencia, un exceso de confianza: no necesitan esforzarse por proyectar una imagen, saben cuánto tiempo han estado ahí, saben cuánto tiempo más estarán. Las rocas saben. Sus duros cráneos resguardan el conocimiento inicial, la tierra cuando fue, el nacimiento del tiempo.
La mirada del niño se hunde en las profundas ranuras de la corteza del árbol, éste guarda la memoria de la vida y la deja escapar por soplos de las fisuras de su cuerpo, por los retoños de su copa y por la fuerza con la que incrusta sus raíces a la tierra. La tierra, a su vez, les da albergue; es cobijo de las rocas y trono del árbol, aposento del conocimiento y sustento de la vida.
Finalmente el niño se mueve, avanza, se acerca al árbol. Ágilmente lo trepa, aferrando sus pequeñas manos a los surcos de la corteza que forman una escalera infinita. El árbol emana un cálido aliento que repele el efecto punzante del viento, la oscura cabellera del niño se enverdece, su piel se hace corteza y sus ropas desvanecen. Sigue trepando hasta alcanzar la copa, se sienta en el extremo más alto. Alza su mano al sol, de su dedo brota un retoño, lo come.
De nuevo extiende su brazo, para siempre.
Unos pasos se escuchan desde el interior del bosque. Entrando al claro, pisando hojas fugitivas, tierra fresca y sabias rocas milenarias, una niña avanza para detenerse frente al árbol.
***
El día es gris. En lo más alto de un áspero muro de piedra un niño observa el horizonte infinito. La hora, así como el tiempo, dejaron de ser relevantes. Las nubes son tan densas y tan grises que no dejan entrar luz u oscuridad. El océano, violento, se extiende desde el alcance de la vista hasta estallar en salados cúmulos brumosas contra la piedra. La brisa se confunde con la llovizna, pequeñas y tímidas partículas de agua llueven de arriba a abajo y de abajo a arriba; así se suspende el espacio.
Dándo un paso el niño se entrega al vacio. Su cuerpo nunca desciende al grosero mineral; se suspende y se hace brisa, alzando vuelo hacia las nubes.
Bajo sus huellas el pasto recupera su forma, cubierto en ínfimas gotas que reflejan las estrellas, atravesando el pesado techo gris.
La claridad es gris, la luz es neutra.
Persiguiendo un brillo lejano, un destello que flota sobre el mar, llega un niño. La orilla le señala el límite; al próximo paso volará. Con una sonrisa observa el lejano destello, inhalando profundamente da un paso más, llenándose por dentro de la fresca lluvia-brisa, haciéndose a su vez destello, reflejo de un astro. Una risa lejana le seguía.
***
La oscuridad de su pelo hizo de su piel sombra, mientras andaba descalza atravesando el umbral de una profunda caverna.
Los muros internos, de piso a techo, la recibían gozosos, desprendiendo minúsculas partículas de polvo oscuro que se adherían a su piel, protegiéndola, abrazándola.
Así la negrura se apropió del espacio, y sus pasos fueron guiados, no por su vista, sino por el calor que emanaba el suelo. Con cada paso ella se diluía, se transformaba en roca, se hacía montaña.
Siguió su camino hasta convertirse en materia ardiente que refuljía por los aires.
Hacia el umbral de la caverna se dibujaba un angosto sendero, de superficie delicada, adecuado sólo para pasos pequeños, para pasos puros, para pasos ingenuos.
***
En una agitada ciudad centroamericana el bullicio espanta los sueños de los chicos. Los árboles son sucios y quebradizos refugios, deteriorados por la incansable espesura del humo. Las olas son de gente, la brisa de lágrimas y sudor. Y de las cavernas brota el crudo color ocre de la violencia, las partículas son afilados llantos, desgarradores gritos y contundentes proyectiles.
Un destello furtivo, proveniente de una vieja grieta urbana, atrapó su atención con la promesa de alguna sabiduría milenaria. Una paloma gris desciende de los cielos, sus huesos de plomo se aproximan extraviados, culminando su caótico viaje al incrustarse en un pecho iluso.
En una esquina cualquiera, en un momento cualquiera, se desvanece una niña, se desvanece un niño. No queda más que un rastro, una huella grotesca, una densa e informe poza que se hace pavimento.
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