Guatemala es un coctel de
pluralidades a las que les ha sido imposible acordar una receta para formar una
sólida e incluyente identidad colectiva nacional; por muchas razones. Dentro de
ellas, se me ocurre suponer que a algunas comunidades no se les ha dado la
gana; no les interesa o no lo encuentran conveniente. Es más, quizá a muchos lo que
les interesa es que les dejen en paz, que les sea respetado su espacio y les
permitan continuar con su vida de la forma en la que les parece más adecuado.
Obviamente
existe el otro extremo, aquellos a quienes sí les interesa adherirse. Éstos desean
ser parte de una identidad que atrape la esencia de sus ideas particulares,
inspirados por la noción de progreso dominante. Es aquí donde surge el problema,
donde se formaliza el corte: en el concepto de identidad colectiva y en la
contradicción que representa, pregonando inclusión, pero fortaleciéndose de la exclusión
(para que exista un adentro, es requisito que exista un afuera). Además, las
colectividades inevitablemente persiguen la neutralización del individuo, del
sujeto identificado; objetivándolo, limitando sus posibilidades e imponiéndole
restricciones, paradójicamente, bajo amenaza de exclusión.
Mi experiencia con el problema ha
sido tal que, desde que puedo recordar, he tenido dificultades identificándome
con la comunidad que me rodea. Siempre me he sentido ajeno al contexto, fuera
de lugar. Por épocas he intentado ajustarme pero, no sé si ha sido falta de
disciplina, poca devoción o porque simplemente el sacrificio no se compensa en
beneficios, nunca lo he logrado. Durante todo este tiempo he buscado mi voz
propia, mis ideas propias, aprehender mi individualidad; no con el afán de
sobresalir, sino simplemente de distinguirme a mis ojos, de reconocerme; de intentar
comprenderme como individuo, puesto que no encuentro donde ni como situarme, y
los lugares que me han parecido adecuados, finalmente no me acomodan.
Podríamos decir entonces que mi aproximación es
desde la frontera; sería iluso decir que estoy afuera y sería incómodo aceptar
que estoy dentro. De aquí surgen las siguientes preguntas, ¿cuál es el problema
de las identidades colectivas? y, ¿fomentan la unidad o la dispersión?
¿Qué es una identidad colectiva?
Será conveniente, iniciar
aclarando a qué me refiero con identidad colectiva. Como lo que nos interesa
son personas, aplicaremos directamente de esta forma los términos.
Primero, ¿qué significa
identidad? La palabra identidad tiene origen del latín identitas que puede traducirse como ‘de la misma naturaleza’ o ‘lo
mismo’. Según RAE: identidad: 1. Cualidad de idéntico. 2. Conjunto de rasgos
propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los
demás. 3. Conciencia que una persona tiene de ser ella misma y distinta a los
demás. 4. Hecho de ser alguien o algo el mismo que se supone o se busca. 5. Igualdad
algebraica que se verifica siempre, cualquiera que sea el valor de sus
variables.
A lo largo de la historia, a esta
palabra se la han dado dos usos, por un lado refiriéndose a lo que hace único a
cada individuo y por otro lo que lo hace igual a otro. Tomo esta contradicción
como evidencia de la intención de estandarizar a las personas, de encajonarlos
a todos dentro de un mismo molde, para crear una masa mansa y maleable,
sugiriendo que todo aquel que proviene de lo mismo, es lo mismo y, por tanto,
va a lo mismo.
Tras solo definir la palabra
identidad, resalta la conexión que tiene con la noción de colectividad. Como
adjetivo, colectiva se define (también según RAE) como: 1. Perteneciente o
relativo a una agrupación de individuos. 2. Que tiene virtud de recoger o
reunir.
De esto valdría definir la
identidad colectiva como una agrupación de individuos unidos por las
características que comparten. Hasta aquí no suena tan mal, todos tenemos
intereses comunes con otras personas que hacen amenas las interacciones. Sin
embargo se complica cuando se le atribuye un valor emotivo a tal identidad. Entonces
se convierte en un sentimiento que une a un grupo de personas, una red emotiva
que envuelve al grupo y los captura dentro de ideas arbitrarias y parámetros de
valoración que establecen un sentido. Demandando devoción y exigiendo
responsabilidad sobre el supuesto beneficio de tal sentido, forzando una
relación codependiente entre individuo e idea. Entonces surge el sentido de
pertenencia, a partir del momento en que el individuo es poseído por la idea.
Así quedamos con dos formas de
identidades colectivas, comprensibles al comparar lo que sucede con la ciencia
y la religión: una objetiva y autocuestionante y la otra subjetiva y
autoritaria.
Un claro ejemplo de esto nos
obsequió nuestro bello pueblo en las pasadas semanas, que no puedo dejar de
aprovechar: el homicidio de un menor por su afición a una institución
deportiva. Y es precisamente a esto a lo que me refiero. Esto es el resultado
de una identidad contaminada por emociones desmesuradas y primitivas. De
individuos que se deshumanizan a causa de ideas que no pueden razonar, que no
saben razonar o que escogen simplemente no razonar, hasta que su consciencia se
corrompe. ¿En quién recae la responsabilidad? Nadie. Esta se diluye entre la
masa, la acarrea la idea que unió a esa turba. Claro, este parece un caso
extraordinario, comparable a fundamentalistas radicales, pero dentro de toda identidad
colectiva que se respalde exclusivamente en emociones, solo es cuestión de
verse expuesta a la chispa adecuada para estallar de manera similar.
Me parece
adecuado agregar un pequeño recordatorio sobre el origen casual de esas
características que identifican a un grupo. Tanto las comidas, como las
centenarias tradiciones y hasta los hábitos más superficiales, no son más que
el resultado de la adaptación al entorno y la imposición e influencia de grupos
o culturas dominantes. Con esto no quiero decir que no deban apreciarse, sino
que simplemente se tomen por lo que son, una persona no es, ni deja de ser,
quien es en función a su apego a tales elementos. Sería como valorar un árbol
por la verdura de sus hojas, o la dureza de su corteza; y no como portador y
albergador de vida.
Unidad excluyente
He encontrado ya varias
explicaciones que indican a que el individuo se reconoce a sí mismo a través
del otro, que es este el servicio que la comunidad presta al individuo. Que es
a través de esa identidad colectiva que uno puede verse a sí mismo, actuando en los demás. Sin embargo, por muy
justificable que sea, psicológica y sociológicamente, lo que vemos en los otros
es solo una ilusión de lo que creemos que quisiéramos ser. ¿Acaso no solo se vislumbran
instantes en los que centellean algunos
rasgos, algunas características,
que de ninguna manera logran atrapar la complejidad que es un individuo? De
esta manera nos creamos ideas falsas de nosotros mismos, construidas sobre
destellos de rasgos que idealizamos. Así nos alejamos de nuestra identidad autentica
y, a partir de esa falsa identidad, buscamos adherirnos a grupos que
interpretamos como representativos, atrayendo y sintiéndonos atraídos hacia
quienes juzgamos como nuestros iguales, con el afán de reforzar esa identidad; consecuentemente,
se encuentra necesario rechazar a quienes creemos diferentes, para proteger esa
identidad y hacerla valer. Como se entiende, la exclusión es aceptada como
parte necesaria del proceso, puesto que la realidad completa es juzgada a
través de las ideas que sostienen a cada grupo, todo aquel que no se ajuste a
los parámetros no puede recibir el mismo trato.
Un ejemplo valido, de las
identidades colectivas emotivas, son las religiones. Se idealizan fantasías, se
las toma como máximas reales, eliminando la frontera entre la realidad y la
ilusión. Cerrando, con esta fórmula, el candado que aprisiona las mentes;
decretando dañino el pensamiento y la exploración de otras alternativas. Aquel
sinvergüenza que hoce pensar distinto será lanzado a la hoguera, excomulgado o
excluido. Será exiliado a la soledad, donde su existencia no tendrá posibilidad
de sentido, porque no podrá servir a aquel, que es el único sentido posible al
humano.
Según la escala que se esté
evaluando, parecería por momentos que las identidades unifican a las masas.
Pero al ponerlo en el contexto actual de Guatemala, estas luchas por establecer
identidades se mantienen fracturando a toda la población en comunidades
excluyentes, complicando con cada día las posibilidades de encontrar aunque sea
una sombra de armonía.
Cuando la emoción es fundamento,
la razón es destrucción. Hasta no encontrar el balance que permita la
tolerancia real, hasta no aprender a valorar lo que hace diferentes a las
personas, hasta no abrir los ojos para entender que todos compartimos la
condición de humanos y dominar los fantasmas que nos hemos impuesto, no será
posible la pacífica coexistencia.
El individuo inválido
Se podría decir que todos esos
procesos son llevados a cabo pensando en el beneficio del individuo. Cada uno
recurre a estas identidades en su búsqueda por sentido. En teoría, las
identidades nacen de individuos, se potencializan en colectividades, para
retornar un beneficio al mismo. Pero
algo sucede en el proceso de colectivización, el individuo se estanca sin
llegar a recolectar su beneficio, en sustitución se genera otro. El individuo
se convierte en un accesorio para los fines de la identidad; esta ya no refleja
el carácter de quienes la componen, sino que proyecta una identidad idealizada.
Entonces, ¿qué es del individuo? Abandonado
a la voluntad de la colectividad, la estandarización del sentido suprime al
individuo la capacidad de realizarse individualmente. Como los perros que tiran
del trineo, los hombres son reducidos a meros impulsadores de ideas que no les
pertenecen. Han sido convencidos de ser parte de algo mayor, tan grande que no
tiene límite, que no se puede explicar ni comprender; por tanto, que no se
puede alcanzar. Tómese como ejemplo el concepto de riqueza o el paraíso
celestial.
Por todo lo expuesto, lo único
que se me ocurre proponer – por ahora – sería hacer el experimento de
contemplar las identidades individuales y colectivas, y por consiguiente las
culturas, de la misma manera que se enfrentan las teorías científicas.
Cuestionando y explorando incesantemente en busca de los significados reales,
negando cuanto resulte perjudicial y exaltando lo beneficioso. Quizá después de desechar la estupidez orgullosa
que nos impide cambiar de opinión podamos limpiar a la humanidad de sus
tonterías, alimentar nuestro conocimiento de sus diferencias y, finalmente,
apreciar su esencia dinámica.