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jueves, 28 de febrero de 2019

La Odisea desde Sócrates hasta el Juego de tronos



La Odisea es un poema épico de la antigua Grecia. En él se relata el largo y complicado viaje de retorno del héroe Ulises, luego de partir hacia la guerra de Troya. Pero Ulises no es el único que ha realizado viajes extensos y complicados; los suyos apenas reclamaron veinte años de su vida. Su relato, sin embargo, ha continuado una travesía de más de dos mil años, y algunas de sus escenas aún estremecen a un público imposiblemente lejano.


A continuación se presenta un breve análisis de dicha obra. Se señalarán algunos elementos básicos de su argumento, de su manejo del tiempo y del espacio así como sus maniobras narrativas peculiares e interesantes intertextos.

Sobre el autor

Homero es, sin duda, una de las máximas figuras de la literatura universal. Y llamarle “figura” resulta muy conveniente, pues la historia no ha permitido esclarecer si se trata de un único individuo. A esta figura se atribuye la autoría de la Ilíada y la Odisea –obra que nos ocupa en esta ocasión–, las dos obras fundamentales de la literatura grecolatina y, por extensión, de la literatura occidental.

Un fuerte motivo de duda respecto al hombre Homero es la amplitud histórica que presentan sus supuestas obras, a pesar de que a las historias solo las separan diez años. Werner Jaeger señala en su Paideia que, “Desde un punto de vista histórico la Ilíada es un poema mucho más antiguo. La Odisea refleja un estudio muy posterior de la historia de la cultura” (2010, p. 30). Tal es la distancia aparente entre ambos textos que se creen escritos en diferentes siglos, lo que haría poco probable y quizá imposible la autoría de las obras por un solo hombre. Otra peculiaridad que complica la ubicación de estas obras en el tiempo es que las fechas estimadas de su creación las separan por varios siglos del nacimiento de las sagas (Jaeger, 2010, p. 30).

Haciendo a un lado esta cuestión, se antoja relevante aquello que representa lo homérico; es decir, la distinción que recibieron estas obras, desde la Grecia clásica, sobre las demás formas o expresiones literarias. Por tal motivo, para efectos de estudio, se debe tomar en cuenta que Homero, más que una figura de la historia de la literatura, representa “el primero y el más grande creador y formador de la humanidad griega“ (Jaeger, 2010, p. 49). Sus obras presentan, aunque con la exageración que se hizo característica de la epopeya, el fundamento de los ideales de la cultura griega, que se convertirán en la base de la cultura occidental, que a su vez se difundirá al resto del mundo.

Sinopsis

La Odisea relata las aventuras de Ulises en su viaje de retorno a Ítaca después de una ausencia de veinte años. Su partida se da a causa de la guerra de Troya, la cual dura diez años, y los otros diez transcurrieron entre sus aventuras y tragedias mientras intentaba volver. En paralelo, el poema nos da noticia de lo que está sucediendo en Ítaca, donde Telémaco, hijo de Ulises y Penélope, debe enfrentar el asedio que los pretendientes de su madre hacen a su hacienda. Así también, el relato sigue de cerca el sufrimiento de Penélope, quien por veinte años ha llorado la supuesta muerte de su esposo.

Adicionalmente, la intervención divina es un elemento crucial en el movimiento de la acción. En este poema los dioses no solo inspiran temor o valentía en los personajes, sino que se manifiestan explícitamente, hechos seres de carne y hueso, para intervenir en las cuestiones de los hombres. De hecho, todas las miserias sufridas por Ulises son a consecuencia de un castigo impuesto por Poseidón. No es hasta que Atenea intercede por él, solicitando a Zeus que ordene la su liberación, que retoma su camino de regreso.

Tras un largo y complicado trayecto, Ulises regresa a Ítaca, y junto a su hijo y sus dos sirvientes más fieles, eliminan a los pretendientes y devuelven la frágil calma que reina en su casa.

Personajes

La obra cuenta con un amplísimo reparto de personajes. Entre ellos se identifican dos personajes principales, Ulises y Telémaco, alrededor de ellos sucede la acción, su destino es la cuestión que impulsa el relato. En un plano secundario se encuentran Penélope y Atenea, ellas acompañan y funcionan como catalizador para las acciones de los personajes principales.

Se antoja identificar a Atenea como el personaje principal de la obra, pues toda la trama se desencadena por su voluntad. Sin embargo, su papel es más o menos pasivo; consulta por un lado e influye por otro. En fin, su intervención directa es muy limitada, todo lo que sucede por su voluntad –una buena parte de la obra– es a través de terceros, principalmente siendo Ulises ese vehículo de sus maquinaciones.

Adicionalmente, por su aporte hacia el final de la obra, se hace necesario agregar a Eumeo, el porquerizo, entre los personajes secundarios; incluso se hace posible imaginar un destino más importante para él. Filetio, el boyero, aunque adquiere cierto protagonismo en las últimas escenas, no alcanza a superar su rol circunstancial.

El manejo del tiempo y el espacio

El poema se desarrolla en dos planos temporales. Uno de aproximadamente quince días, que inicia con la visita de Atenea a Telémaco en el canto primero, y otro que abarca diez años expresados en las memorias de Ulises. Esta segunda línea de tiempo inicia hacia el final del octavo canto. Durante el desarrollo de la obra, el primer punto claro en donde se alinean los dos tiempos es al encuentro de Telémaco y Ulises en la casa de Eumeo, el porquerizo. A partir de ese momento, toda la acción se unifica en ese tiempo.

Es importante resaltar que el manejo del tiempo, aunque emplea técnicas y maniobras interesantes con las que intenta mantener muy claro el avance de los días, resulta bastante enredado y aparentemente incoherente.

La primera escena, el primer canto, sucede en la asamblea de los dioses. Atenea solicita a Zeus la liberación de Ulises de la isla de la ninfa Calypso, donde cumple un castigo impuesto por Poseidón. Zeus lo concede y, en el mismo momento, se envía a Hermes a dar la orden a Calypso y Atenea desciende a Ítaca para presentarse ante Telémaco.

En su visita, Atena incita a Telémaco a viajar en busca de noticias de su padre; Telémaco emprende el viaje la noche siguiente de esta visita. En múltiples ocasiones se menciona que no pasará fuera más de diez u once días. Quizá la prueba más sólida de la duración de su ausencia es el acuerdo realizado con Euríclea, la nodriza, quien debía informar a Penélope si la ausencia de Telémaco excedía los doce días: “le dí cuanto me pidió [...] después de jurarle solemnemente no decirte nada antes de que transcurriesen doce días, a menos que, buscándole, te enteraras de su huida” (Homero, 1981, p. 115). La conversación referida se da a consecuencia de que los pretendientes se enteran de la ausencia de Telémaco.

Durante los cantos transcurridos (II a IV), la acción sigue a Telémaco por su visita Pilos y a Esparta. Finalmente, durante su estancia en la casa de Menelao, recibe la orden de Atenea de volver. En paralelo a esto se relata el revuelo que causa su ausencia en Ítaca.

Así se revela una nueva maniobra para moverse en el tiempo y el espacio. Hasta ahora –aproximadamente ha transcurrido un tercio del poema– los cambios de escenario o personaje se realizan en compañía de los personajes, no hay saltos a otros escenarios, la historia y el mundo se van desenvolviendo detrás de la acción. Sin embargo, en este momento, por primera vez, Homero teletransporta al lector a otro sitio. Cabe resaltar que todas estas transiciones son paralelas en el tiempo, siempre ejecutados por la fórmula “mientras el personaje a hacía x, el personaje b hacía y”, con mínimas variaciones. Esta se convertirá en su herramienta secundaria para hacer cambios de escena. Parecería que las imágenes del amanecer cumplen esta misma función, pero esto solo funciona como una descripción del paisaje. Los verdaderos cambios de escenario o transiciones entre las acciones de los personajes se hacen principalmente siguiendo a los personajes, y secundariamente como estos saltos en el espacio, aunque siempre paralelos a una acción en el espacio del personaje al que originalmente seguía la acción.

De una forma peculiar se hace la transición a la isla de la ninfa Calypso, donde se encuentra Ulises. Es realmente un salto al pasado. En la línea anterior ya se ha seguido a Telémaco por unos doce días, que inician desde la llegada de Atenea. La transición hacia la historia de Ulises inicia, aparentemente, en la misma asamblea de los dioses que se presenta en el canto primero. En aquella ocasión se mencionó que Hermes sería enviado a ordenar la liberta de Ulises, pero el narrador sigue a Atenea en su visita a Telémaco. Esta asamblea termina en las mismas instrucciones a los dioses, pero en esta ocasión el narrador sigue a Hermes. Aún así, lo que complica las medidas del tiempo es que Atenea menciona lo que está sucediendo Ítaca, lo que sugiere que esta asamblea se está llevando a cabo en un momento posterior a todo lo que hemos conocido de Telémaco. Por otro lado, se puede argumentar que, en un universo determinista como el griego clásico, estos conocimientos no forzosamente significan que las acciones mencionadas han sucedido. Así se revela un severo problema con el tiempo general de la historia.

El poema prácticamente reinicia cuando la acción se vuelca a Ulises. Hermes da la orden a Calypso y ella libera a Ulises. Transcurren cuatro días en lo que Ulises termina su balsa. Al quinto día zarpó. Dieciocho días después vio las costas de Feacia, pero Poseidón lo hizo naufragar por tres días más. Hasta este punto ya han pasado más de veinticinco días, y hace falta agregar el tiempo que pasa en Feacia, donde, por al menos dos días, Ulises relata sus aventuras y desventuras que abarcan los diez años que han pasado desde que salió de Troya. Durante estos relatos la narración cambia su formato y se convierte en una serie de soliloquios que es extienden por más de un tercio del poema.

Finalmente, la estructura narrativa recobra su forma cuando Ulises es dejado en las costa de Ítaca, donde un día después volverá Telémaco, de una ausencia no mayor a doce días.

Curiosos intertextos

El título del presente análisis hace una promesa que se debe cumplir, y es porque la Odisea lo permite. Tal es la influencia que esta obra ha tenido en la creación literaria, que ha logrado insertar aunque sea escenas o ideas en las obras más populares del siglo XXI. La obra, o fenómeno, al que se hace referencia es la aclamada saga Juego de tronos, una fantasía épica llevada a la televisión que se ha convertido en una de las producción más populares de su tiempo.

Con esta obra se identifican dos intertextos puntuales. Por un lado se puede ver la reproducción de las normas de hospitalidad. En el caso de la Odisea tiene una justificación mitológica/religiosa, pues se cree que cualquier forastero puede ser la personificación de un dios, y no agradar a un dios puede tener consecuencias funestas. En el caso de Juego de tronos, la hospitalidad constituye un derecho sagrado del huésped, y quebrantar este derecho implica desatar la ira de los dioses.

Alrededor de esta cuestión se encuentra una escena cuya intertextualidad es principalmente estética, aunque en ambos casos implica una severa traición a las normas de hospitalidad y convivencia. Se trata del asesinato de Agamenón que se relata un más de una ocasión en la Odisea, inicialmente con Néstor (Homero, 1981, p. 81-83) y posteriormente del fantasma del mismo Agamenón (Homero, 1981, p. 233). Tal escena, que presenta la imagen de un sangriento y grotesco asesinato llevado a cabo durante el banquete, evoca directamente a una de las escenas más emblemáticas de Juego de tronos, el asesinato de Robb y Catelyn Stark, una escena mejor conocida como The Red Wedding (Martin, 2011, p. 702-705).

Valoración crítica

La Odisea es una obra muy extensa y compleja. Sobre esto se debe agregar que esta escrita para ser recitada. Y aquí es imposible dejar pasar la oportunidad para señalar las maneras en las que Homero valida y respalda su profesión. En repetidas ocasiones enaltece al aedo, y no a uno en particular, sino a la figura del aedo; tanto al de los feacios como al de Ítaca. Más que eso, pone en boca de Ulises los más altos elogios, y más aún, llega a comparar al mismo Ulises con los aedos, por la destreza con que maneja sus artes.

Más allá de estas peculiaridades, el poema deja un mal sabor de boca en el final; es un ex machina. Atenea dice: “¡Detente y pon término a la lucha y no incurras en el enojo del tonante Zeus!” (Homero, 1981, p. 463), Ulises obedece y todos sellan las paces. De esta forma la historia queda incompleta, muchos hilos quedan abiertos, entre ellos uno que inspira interesantes especulaciones...

Trilogía inconclusa

Algo extraño sucede con el tratamiento de Eumeo. Por una razón que nunca se esclarece, en repetidas ocasiones el narrador se refiere a él en la segunda persona. Es el único personaje con el que sucede esto, y en la amplia mayoría de ocasiones que se refiere a él sucede. ¿Qué sentido puede haber detrás de esto? La repetición de las incidencias anula la posibilidad de que sea un error editorial. ¿Pero podrá haber algo detrás?

Entonces se hace tentador pensar en que las obras estaban estructuradas como una trilogía. Claro que para hacer tal aseveración sería necesaria una profunda investigación, además que desde el inicio se mencionaron las dudas sobre la autoría de las obras. Sin embargo, es muy curioso notar como tomó protagonismo ese personaje en el último tercio del libro. Además, queda claro que falta una buena aventura para cerrar el ciclo, pues Ulises debe caminar hasta donde encuentre hombres que no conocen el mar para hacer el sacrificio que terminará de calmar la ira de Poseidón. ¿Será posible que Eumeo se estaba perfilando como el futuro protagonista de una obra que la historia nos ocultó?

Referencias

- Jaeger, Werner (2010). Paideia: los ideales de la cultura griega. México, D.F., México: Fondo de Cultura Económica.

- Homero (1981). La Odisea. Madrid, España: Editorial EDAF, S.A.

- Martin, George R.R. (2011). A Storm of Swords. Nueva York, Estados Unidos: Bantam Books, Random House Inc.

Ese amoroso tormento de encender la sospecha

Abstract

No cabe duda de que sor Juana Inés de la Cruz fue una figura revolucionaria en el mundo de las letras y el pensamiento. Sus textos, cargados de densas reflexiones filosóficas, son una muestra temprana –y bastante rigurosa– de algunas corrientes de pensamiento que no se formalizaron hasta varios siglos más tarde. Resalta la proximidad de sus reflexiones con las ideas desarrolladas por los maestros de la sospecha; expresión creada por Paul Ricoeur, un filósofo del siglo XX, para referirse al trabajo de Marx, Nietzsche y Freud, tres pensadores del siglo XIX. A continuación se desarrolla un breve análisis del poema Este divino tormento, compuesto en la segunda mitad del siglo XVII, recogiendo los rasgos que le acercan a las ideas de los maestros de la sospecha.

Sobre la sospecha

“El ejercicio de la filosofía está estrechamente ligado a la práctica de la sospecha” (2013, p. 8), anota Francesc Torralba en su ensayo Los maestros de la sospecha. Y es que toda exploración, toda reflexión, todo esfuerzo de análisis parte de un anhelo por descubrir la verdad, por esclarecer un fenómeno que se presenta velado o simplemente incierto, extraño. Ejemplos de ella se remontan a la mayéutica socrática y al ejercicio filosófico de la antigua Grecia. Desde entonces, una forma de sospecha ha acompañado el desarrollo del pensamiento, encontrando sus principales obstáculos en las ideologías dominantes de cada época.

Torralba traza, a manera de introducción, una secuencia de padres de la sospecha, o antecesores de los tres señalados por Ricoeur. Con ellos se establecen algunas peculiaridades de los maestros de la sospecha:

[...] el maestro de la sospecha turba el espíritu, genera angustia. No se trata solo de un impacto de tipo intelectual, que se mueve en el terreno de la duda metódica, sino de una alteración que involucra la vida emocional, el pathos. Al sospechar de lo más elemental, el pensador se ve abocado a la nada y experimenta horror uacui. Como consecuencia de ello, necesita consuelo, formas de aligerar la angustia y la sospecha. Le hace falta un bálsamo que lo conduzca a la anhelada serenidad. (Torralba, 2013, p. 11)

La sospecha, entre tanto, no se presenta como una excepción en la práctica filosófica, es, más bien, algo como una de sus motivaciones esenciales. Aun así, la expresión de Ricoeur no debe ser desdeñada. Bien indica Torralba que “hay pensadores que adquieren la categoría de acontecimiento porque tras ellos la tarea de pensar se transforma radicalmente” (2013, p. 3), y tal es el caso Marx, Nietzsche y Freud. Aportes como los de estos pensadores trazan rutas que simplemente son imposibles de ignorar para cualquier pensador posterior. Entre estos se puede mencionar la tríada griega, que no solo marcaron un antes y un después en el origen del pensamiento, sino que dibujaron la ruta de todo el pensamiento occidental. Asimismo, se puede hablar de la influencia de Descartes, Kant y Hegel para la era moderna.

Tal fue el caso de los tres maestros de la sospecha, quienes según la interpretación de Ricoeur –ampliamente aceptada por la historia– sacudieron los pilares de la civilización occidental, y de ellos surgió un cambio sustancial en la forma que se desarrolló el pensamiento posterior. Estos tres pensadores, nos dice Torralba, alteraron la visión moderna del hombre, con una crítica que “convierte [al hombre] en un ser esencialmente problemático, un enigma para sí mismo que ya no tiene referentes sólidos para definirse ni para marcar su singularidad en el mundo” (2013, p. 5). Esta última acotación resulta particularmente relevante para la situación de sor Juana Inés de la Cruz, quien además de expresar crudamente ese conflicto esencial, debe enfrentarse al problema de la singularidad recluida en un convento, es decir, insertada en una institución y en un espacio que le exigía suprimir su individualidad.

Las señales de sospecha en la obra “Este amoroso tormento”

Los maestros de la sospecha atacaron la noción de sujeto desde distintos frentes. Marx devela la ideología como falsa conciencia, Nietzsche pone en jaque a los valores y Freud trae a superficie las pulsiones inconscientes.

De distintas maneras, estos tres temas salen a colación en la obra de sor Juana. Quizá lo más preponderante es la cuestión del inconsciente. Desde el título “Este amoroso tormento”, se hace evidente una profunda neurosis que se desarrolla a lo largo del poema con expresiones oximorónicas, a veces contradictorias, y a veces profundamente conflictivas. Entre estas, se puede extraer muestras como: “Y cuando con más terneza / mi infeliz estado lloro, / sé que estoy triste e ignoro / la causa de mi tristeza” (tercer verso), “Cuando por soñada culpa / con más enojo me incito, / yo le acrimino el delito / y le busco la disculpa” (vigésimo verso).

En el primer verso se percibe la discrepancia entre una expresión de ternura que resulta en un infeliz llando, para luego reconocer la tristeza pero sin comprender su causa. El segundo ejemplo presenta una culpa imaginada –autoimpuesta quizá– que contrario al arrepentimiento que le sería correspondiente, según los protocolos ideológicos (nótese el guiño a Marx, aunado a la autoimposición), a la vez le acusa y le indulta.

Una severa crisis subjetiva se hace ver en las palabras de sor Juana, y para dar el tiro de gracia, trastoca profundamente la cuestión de los valores y acaricia la voluntad de poder. En el verso vigésimo primero sentencia: “No huyo el mal ni busco el bien, / porque en mi confuso error / ni me asegura el amor / ni me despecha el desdén”, claramente la narradora se está colocando más allá del bien y del mal. Su búsqueda, que puede suponerse es el anhelo a la verdad o al conocimiento, se reconoce como un asunto que supera cualquier esquema de valores. Más adelante, esta sospecha, qué más se manifiesta como una convicción, se expresa respaldada por una recia voluntad: “Si alguno mis quejas oye, / más a decirlas me obliga, / porque me las contradiga, / que no porque las apoye” (verso vigésimo tercero).

Queda mucho por trabajar desde un análisis tan superficial como el presente. Sin embargo, se hace razonable considerar a sor Juana Inés de la Cruz, desde su posición de mujer, considerando su situación como religiosa y su contexto colonial, como una figura sobresaliente más allá de su aporte a las letras latinoamericanas. Su pensamiento no solo se adelantó varios siglos, sino que logró plasmar, de una forma sintetizada, las elaboradas reflexiones de eminentes filósofos.

Referencias

- De la Cruz, sor Juana. Este amoroso tormento. Recuperado de: https://ciudadseva.com/texto/este-amoroso-tormento/

- Enciclopaedia Herder. (2017). Juana Inés de la Cruz, sor. Recuperado de: https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Autor:Juana_In%C3%A9s_de_la_Cruz,_sor

- Enciclopaedia Herder. (2017). Filosofía de la sospecha. Recuperado de: https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Filosof%C3%ADa_de_la_sospecha

- Torralba, Francesc. (2013). Los maestros de la sospecha. Barcelona, España. Fragmenta Editorial.

miércoles, 27 de septiembre de 2017

Manifestar(se)

A modo de prólogo

Durante el interciclo del 2015 iniciamos un intercambio de ideas con una estimada compañera. Desde los primeros momentos empezó a traslucirse una preocupación por el lenguaje, por lo que podía sostener la palabra, por aquello que llamamos decir. De esa cuenta surgieron una serie de reflexiones que luego, al arrancar el curso de Filosofía del Lenguaje, se fueron agudizando, desmoronando, replanteando o eliminando.

La intención del presente trabajo es recoger esas reflexiones y, a partir de ellas, presentar una aproximación hacia el lenguaje desde las experiencias propias, descubriendo así los sesgos, prejuicios y, en el mejor de los casos, las luces que de ellas se puedan obtener. No se pretende, con el siguiente texto, presentar argumentos conclusivos ─¿qué texto filosófico podría?─, y quizá por eso falle como un ensayo académico. Sin embargo, considero válida la exposición, pues estimo el valor del filosofar en el esfuerzo por comprender, más que en la comprensión conclusiva.

De lo irreal a lo supra-real ─o infra-real─ a lo semi-real

Somos capaces de decir lo que no es, lo que no podemos experienciar con certeza; o más bien, una experiencia que no podemos compartir fielmente. Por ahí se puede complicar la cuestión del lenguaje, de esa herramienta con la que hacemos sentido de nuestro mundo. Entonces retomo un ejemplo que en alguna ocasión intenté elaborar: Si yo digo «un espíritu es verde», con mi lenguaje estoy violentando la verdad (entendiendo «verdad» como una certeza que se puede comprobar y compartir, o sea, en sentido positivista y cientifista). Al utilizar el lenguaje para dirigirme a algo, o señalar aquello que supera la experiencia de realidad comprobáble, empírica, le estoy imponiendo categorías de mi realidad a una experiencia que no corresponde a esa realidad. ¿Habría de, por eso, no decirlo?

Se debe tomar conciencia entonces, de que yo hablo desde mi lenguaje, desde lo humano. Cuando describo cosas como esa, empleo referencias de mi lenguaje, que surgen de mi contexto inmediato y comprobable, para proyectar una experiencia que ocurre fuera de esta realidad; o más bien, para proyectar un evento del que puedo decir que tengo cierta experiencia, aunque esta sea muy íntima. Entonces, sí puedo hablar de otras realidad pero no puedo decirlas con suficiente certeza como para que mis palabras atraviesen esta realidad, y lleguen a la realidad donde aquello ─posiblemente─ es; y así capture su concepto y me devuelva la referencia a esta realidad.

De esto se descubre que yo hablo desde un plano de realidad ─digamos que es una realidad espacio-temporal─ sobre el cual puedo decir que tengo certeza ─de ahí ha surgido una buena parte de nuestro lenguaje, principalmente el científico─, que limita aquello puedo decir.

Por otro lado, como seres que padecen esa realidad física y, a la vez, padecen a otros seres que se encuentran en el mismo plano de realidad, hemos reconocido sentimientos y emociones de los que se puede decir que son prácticamente universales para la humanidad ─con excepciones que llamamos patologías─ y que incluso se puede extender a otros de los seres con quienes compartimos este plano de realidad. Hemos aprendido a identificarlos, a establecer parámetros para reconocerlos. Los hemos compartido y hemos descubierto que, en general, es algo que también podemos experimentar; si no de la misma manera ni grado, hay algo básico, una similitud fundamental que nos permite reconocer que es un sentimiento o emoción tal el que sentimos; este tipo de experiencias, igual que las planteadas anteriormente (nociones místicas o, si se quiere, metafísicas), escapan la realidad inmediata, pero tenemos acceso a ellas en cuanto somos capaces de abstraer referencias del mundo real.

Asimismo, sobre algunas nociones básicas hemos construído nuevas y hemos deformado otras. Sobre esto también se construye nuestro lenguaje.

Nos hemos percatado también de que el humano tiene la capacidad de dialogar con sí mismo. Ese diálogo interno es estrictamente una experiencia íntima, demasiado íntima quizá. En ese tipo de experiencias pueden surgir revelaciones ─cuando el yo se proyecta como un ente externo y se dirige a sí mismo─. No veo nada mal en este tipo de experiencias, de hecho creo que se deben buscar; el peligro y la potencia de daño está en intentar compartirlas como verdad, en presentarlas como experiencias reales ─«reales» en cuanto a pertenecientes al plano de realidad sobre el que se ha planteado que tenemos certeza─. Así que debo decir que esta es una experiencia semi-real, en cuanto a que ha sido experimentado por un ser que es en esta realidad pero el plano de realidad donde la experiencia tendría lugar no es el mismo; es un universo personal, interno, íntimo; un universo que solo puede existir como creación ilusoria ─según lo nombramos en este plano─, producto del diálogo interno de un individuo con sí mismo.

Sí, es una perspectiva antropocéntrica. Sí, no es infalible y puede albergar muchos errores. Pero, ¿no es producido por el hombre el lenguaje mismo que nos permite las abstracciones para «superarlo»? Asimismo, el «conocimiento» también es producto del esfuerzo humano, ¿podemos hablar desde lo desconocido (no hacia, ni sobre, sino desde)?

Lenguajes privados, burbujas de lenguaje


Cosas extrañas suceden cuando las relaciones entre personas se hacen muy estrechas. Una que se puede identificar ─e interesa al tema─ es cómo empiezan a surgir variantes de lenguaje; cómo el lenguaje se va acoplando y recreando. En cualquier tipo de relación que se estreche suficiente, es cuestión de tiempo que se empiece a producir un lenguaje propio, un sistema de referencias privado. ¿Será acaso porque las personas, al compartir tanto entre ellos, se comprenden a un grado más pleno que les permite estas variaciones del lenguaje?

Si escarbo en mis memorias, encuentro que muchas de estas alteraciones surgen de experiencias compartidas. Algunas veces se adoptan y se modifican expresiones de terceros, o se adoptan expresiones que surgieron en alguna circunstancia particular, especial y representativa, de alguna manera, para las partes, pensaría que probablemente para ambas, pero necesariamente para una y que por extensión gana valor para la otra.

Otro fenómeno dentro de esto son los agregados. Según se van agregando individuos externos se empieza a diluir el sentido de ese lenguaje; se propaga, pues estos terceros adoptarán y aportarán, pero se empieza a diluir el valor, por la pérdida de intimidad. Hay una complicidad, una intimidad que sostiene la intensidad de ese lenguaje. Según se incluyen hablantes, se cotidianiza, se trivializa este sublenguaje; esa subcultura íntima empieza a emerger al “gran mundo” y necesariamente debe adaptarse a más elementos externos, a una cultura mayor; se le rompe el cascarón. ¿Cómo podemos llamarle a esto a lo que me refiero cuando digo sublenguaje?

Lenguaje en la construcción de la identidad

Algunas hipótesis de construcción de identidad apuntan a la antropofagia, planteando que el hombre devora al hombre, por medio del lenguaje, y así construye su identidad. En un primer momento me pregunto si realmente es posible decir que el lenguaje, en sí, devora al hombre ─o sea, sí, es cierto que en el uso del lenguaje se llega a devorar al hombre, pero me parece más como una consecuencia accidental─. Y es que el lenguaje es el modo con el que el hombre se manifiesta, se coloca a sí mismo en el mundo, se pone en el camino de la realidad, interrumpe, irrumpe en, la realidad. Por eso puede decirse que en cierto sentido es innegable que lo devora, porque el lenguaje se convierte en el límite de la realidad del hombre, la frontera hasta la cual se puede existir, ser, conscientemente. Así es como la antropofagia es accidental, más bien diría que es el hombre quien, utilizando el lenguaje ─sin que sea mucho más que una herramienta─ devora al mundo. Luego vale decir que el hombre, con el lenguaje, devora al hombre; pues en su proceso de devorar el mundo ─«la Realidad»─, encuentra en el otro ─en el hombre─ un objeto más para devorar con su lenguaje; incluso, con la introspección se devora a sí mismo. Así, que el lenguaje «devore al hombre» resulta siendo algo accidental, lo cierto es que el hombre devora al hombre, incluso a sí mismo. De manera que el lenguaje, y por extensión la escritura, son parte de un proceso de digestión, de autodigestión.

Dando un pequeño giro, ¿qué es esto de escribir?

Hay en la escritura una búsqueda de sí, en ese sentido es antropofágico el lenguaje: en la construcción, creación ─si es posible «crear»─, de la identidad. Hasta decir descubrimiento [de identidad] me parece irresponsable; es construcción, es reconocimiento de algunas tendencias de carácter que pueden ser innatas ─el origen resulta irrelevante, pues al momento de reconocer esas características, estas ya están internalizadas─. Sin embargo, este proceso es inconsciente para la mayoría, pues hay algunos aspectos que son deliberadamente imitados, pero estos tienden a ser superficiales y, por tanto, variables según el estado de ánimo.

Un elogio

A uno que le gustan las palabras ─aunque nunca termine de entender esa dulce y brumosa masa del lenguaje─ le ofenden, de forma indescriptible, los atropellos que en la cotidianidad se le hacen. Sin embargo, al intentar capturar esos atropellos, y señalar con precisión dónde está la violencia, muchas veces la ofensa se diluye: se esfuma al apreciar la posibilidad de comprensión dentro esa expresión del caos. Así el error, el defecto, se convierte en una forma de belleza, en ese destello de color que sobresale del plano gris de la convención. Sí, que los gramatólogos y los lingüistas enclaustrados lloren sangre; no pasa nada. Quizá en sucio, quizá no con perfección, pero entre todo nos entendemos: no hay expresión del lenguaje exenta de sentido. Puede que no sea el sentido intencionado, pero como expresión, como intervención en una experiencia ajena, es imposible que se sustraiga de la posibilidad de interpretación.

El lenguaje es, entonces, sumamente flexible, maleable, dócil.

Los problemas de las libertades y las restricciones en el lenguaje, en cuanto a una función comunicativa

La comunicación exige la restricción de las palabras a significados concretos. Sin embargo, (por lo planteado en la última sección del apartado anterior) el lenguaje se expande en la expresión. Como medio de expresión esas restricciones se abren, esas fronteras pueden hacerse borrosas, quien expresa puede exceder los límites de significación de las palabras. Entonces se complica el problema. El lenguaje en cuanto instrumento, se convierte en algo que podría expresarse como comparable a música abstracta: los sonidos están ahí, en cuanto a sonidos de lenguaje puedo reconocerlos, pero la armonía se me escapa, la armonía habitual, pues estas expresiones bailan al ritmo de su propia armonía, no es que no tenga armonía, es que no la conozco, no la comprendo. Pero me estoy quedando encerrado en la intención de entender lo expresado, o sea, de cumplir un círculo de comunicación. Esto es, quizá, lo que debe establecerse: que esta forma de lenguaje no brota de una intención comunicativa, sino simplemente expresiva.

Así se nos presenta un nuevo problema: ¿es correcto que llamemos a esto lenguaje? ¿no es acaso la función esencial del lenguaje una función comunicativa? ¿no es acaso un lenguaje que falla en la comunicación uno que falla como «lenguaje»? Por el otro lado, hay gestos, hay diversas formas de expresión que cumplen específicamente con una función comunicativa. Pensemos en señales con las manos, gestos faciales, íconos, señales, etc. Estas no se conforman de palabras, sin embargo por su función y eficacia comunicativa, constituyen un lenguaje. Les llamamos lenguaje corporal, de señas, iconográfico, etc. En fin, ¿valdría la pena separar estas formas de expresión del lenguaje comunicativo, solamente porque no hacen uso del lenguaje para la finalidad establecida? Me atrevo a decir «establecido» porque, como dije al principio, «la comunicación exige la restricción de las palabras a significados concretos», por tanto, en cuanto a su función comunicativa, este lenguaje restrictivo acepta ─e incluso depende de─ esa arbitrariedad. Y así, el lenguaje como tal, no reconocería estas expresiones sin valor comunicativo como parte de él.

Volvamos al punto inicial. El lenguaje, con el uso, se restringe. Una palabra, con el uso, adquiere un significado, y con la perpetuación de su uso, con la estabilidad de su aplicación, se restringe su significado. Sin embargo, esta restricción no es absoluta. El significado es dinámico, se va ajustando a las variaciones que el estilo de vida y el medio de los usuarios exige. Pero en todo momento, incluso cuando está variando, las palabras están ligadas a uno o varios significados, adoptando nuevos y desprendiéndose de los viejos; y si en algún punto se pierde su significado, su valor como palabra desaparece, se oculta, pues falla a la comunicación.

La intención en el uso de las herramientas, y su correcta utilización, determinan el valor de la expresión como lenguaje. Al igual que un concepto, el lenguaje mal empleado, uno que no cumple con la función comunicativa, no habría de tomarse como lenguaje. Por ejemplo, si yo tomo materiales de construcción, y los utilizo para hacer una escultura ─que no es habitable─, ¿podríamos considerarla como una casa o como un edificio? Esto lo digo restringiéndome a la función comunicativa del lenguaje. En este sentido, una expresión que no observe las restricciones de significación del lenguaje, no podría tomarse como lenguaje. Pero esto no significa que tal expresión carezca de valor; simplemente no tiene valor como lenguaje, como parte de un sistema simbólico comunicativo. El valor de una expresión que excede esta restricción recae en la experiencia, en la vivencia, en el enfrentamiento. Es una experiencia del caos, del sin-sentido, que probablemente evocará algún sentido. Es más, el espectador inventará algún significado para esa experiencia, pero no es un significado que brota de la expresión, ni de quien la expresa, no es un significado que se puede encontrar como determinado por la expresión, sino que es un significado que brota del observador, inspirado en la experiencia.

Lenguaje como manifestación

No puedo dejar de pensar el lenguaje como una construcción humana. Pero entonces, al decir «el lenguaje» me estoy refiriendo a esta forma particular, a los sistemas que empleamos para comunicarnos, para manifestar nuestra existencia. Entonces pienso si podríamos pensar el lenguaje sin humanos, y me doy cuenta de que el lenguaje es manifestación, el lenguaje es una consecuencia de la manifestación.

Por ejemplo, si pienso en una planta, si pienso en una roca, aunque no haya quien la nombre, ella estará ahí, manifestará su existencia. Esto es entonces la esencia de ser: manifestar(se) en la realidad. Tal manifestación puede ser consciente o inconsciente, mas no por eso deja de ser manifestación, pues habita el mundo, es en el mundo, esa es su manifestación, por tanto, en términos humanos, ese es su lenguaje, eso es el lenguaje. Así, la manifestación es la expresión esencial del ser, y el lenguaje, por extensión, es manifestación del ser; manifestar(se) es existir.

Manifestar es dar a conocer, poner a la vista; es precisamente eso a lo que me refiero: la cosa, sin necesidad de un sistema simbólico estructurado, de un dialecto, de una expresión sistematizada, se presenta al mundo; existe, y en tanto que existe, se manifiesta. Manifestar(se), entonces, es ese ponerse a la vista, interrumpir una sección de la realidad, irrumpir en la realidad, darse a ser percibido.

Se hace necesario elaborar en la cuestión de la realidad. Pienso la realidad como planos. Siguiendo esta lógica, la cosa corresponde a cierto plano de realidad que está en capacidad de interrumpir (y percibir), que podrían ser varios, pero ese argumento nos llevaría a un vórtice innecesario. En este caso, y para no caer en absurdos, aceptamos la certeza del plano de realidad que abarca la experiencia humana. Así, bajo las condiciones de realidad que la experiencia humana es capaz de percibir, pensar, interpretar, etc., puede decirse que la manifestación es la expresión fundamental del ser: la cosa que existe, en tanto que existe, se manifiesta; este manifestar(se) se extiende al lenguaje.

Siguiendo el hilo de este argumento, noto que, a donde va lo que existe, lleva consigo esa manifestación. Por ejemplo, la cosa inanimada, la cosa inconsciente ─pensemos en una roca─ va por el mundo como diciendo: soy, soy, soy... Luego, sin importar a qué se enfrente, si aquello a lo que se enfrenta tiene alguna capacidad sensorial, reconocerá en cierto nivel de conciencia que aquello es. Posteriormente podría nombrarla, si cuenta con algún sistema y los medios físicos para hacerlo. De la misma manera podemos pensar en dos rocas que se enfrentan. Estos son dos objetos inanimados e inconscientes (según nuestra experiencia) que carecen de aparatos sensoriales como los nuestros, por tanto no tenemos ninguna forma para empatizar con su experiencia de la realidad más que por los eventos físicos que le acontecen. Pensemos que una viene rodando por una colina, y en su camino se encuentra a la otra. Ella viene manifestando su existencia con cada impacto que da al suelo, asimismo, al chocar contra la otra piedra, el contacto es comunicación, son dos manifestaciones de existencia que se contraponen. El límite de la manifestación para estas cosas es su contorno, la frontera entre sí y la realidad, la frontera que divide el ser de la realidad, del plano de realidad en el que irrumpe.

Los límites de la manifestación y los límites del lenguaje

Los límites, entendidos como el máximo alcance de la manifestación, son compartidos con la existencia. El límite de la manifestación del ser es, al mismo tiempo, el límite de su existencia, la frontera que define hasta dónde es.

Por ejemplo, para un ser inanimado, para un ser inconsciente, su manifestación se limita a su contorno físico. Hasta donde nuestra experiencia nos lo permite, hasta donde es empíricamente comprobable, la piedra ─el objeto inanimado─ no tiene una forma de, conscientemente, proyectar su ser; solo está ahí, es mera existencia ─una existencia pasiva, podríamos agregar─. De él solo puede decirse su manifestación física, el contorno de su materialidad, como manifestación de sí. Si lo evaluamos desde la capacidad perceptiva humana, vemos al objeto porque su contorno refleja o interrumpe la luz, lo escuchamos porque entra en contacto con otro objeto o porque interrumpe una onda sonora, y podríamos continuar con los demás sentidos, pero estas solo son adecuaciones perceptivas de nuestra capacidad de captar la existencia de un ser que esencialmente se manifiesta en cuanto que existe.

Por el otro lado, un ser consciente es capaz de proyectar la manifestación de su existencia, de manifestar activamente su existencia; y ahí llegamos a los sistemas de lenguaje que conocemos, que no son más que mecanismos más elaborados y amplios de manifestación. De esta forma, los organismos vivos tienen rangos más abiertos de manifestación, para nuestra experiencia. En estos la manifestación es más amplia, su campo de acción, su acceso a la realidad, su capacidad para irrumpir en la realidad se extiende por sus capacidades expresivas, por su capacidad de manifestar(se), por la amplitud de su lenguaje. Podemos pensar en el movimiento como la forma más básica de manifestación; el traslado de la manifestación, llevar la manifestación misma, presentar la manifestación misma. Luego podemos mencionar la emisión de sonidos, de luz, incluso de descargas eléctricas. Finalmente valdría mencionar la proyección de la manifestación a objetos, aquí podemos contar tanto la fabricación de herramientas o instrumentos, como la intervención en el entorno: la irrupción a la realidad. De manera que la existencia, en cuanto manifestación, se extiende hasta los límites de la manifestación originaria, hasta los límites de los sistemas simbólicos comunicativos, hasta los límites del lenguaje.

Un pequeño ajuste, la crónica de una enmienda

¡Cáspita!, he tropezado garrafalmente. Retomemos el rumbo y dejemos evidencia de la enmienda.

En el apartados 4 se presentó la idea de que el lenguaje es la manifestación, y que la manifestación, por su parte, es la expresión esencial del ser. Quizá por capricho, o por simpleza, no se había abandonado la conexión entre estos términos; esa manifestación esencial del ser se seguía señalando con el nombre de «lenguaje». En el apartado 6 se hacía lo mismo, sin embargo, luego de presentar la idea ante algunos colegas y analizar sus críticas, me encontré incentivado para dar un paso atrás y analizar de nuevo algunos conceptos. De manera que, en edición final se corrigió la postura a partir del apartado 6, dejando el apartado 4 con sus argumentos originales, pues cumplían la función de mostrar el camino que se había tomado.

Había sido una equivocación extrema, en cuanto a que estaba colocando al lenguaje en el extremo incorrecto. El lenguaje no se encuentra cerca de la base, más bien se ubica en la cúspide de la manifestación. En rigor, el término «lenguaje» tiene su origen en la palabra «lengua», y se empezó a utilizar para significar sistemas de comunicación por su relación con el habla. Por tanto, insistir con emplear la palabra «lenguaje» junto con la manifestación originaria es mantener el encierro en la noción de la función comunicativa, pues efectivamente, el lenguaje humano, como tal, como lo que representa utilizar la palabra «lenguaje» (y todas las palabras de las que se compone este texto, pues obedecen a ciertas convenciones) persiguen esa función comunicativa.

Se hace entonces necesario abandonar el término, o más bien distanciarlo un poco, y con ello re-pensar cómo delimitamos o cómo comprendemos la filosofía del lenguaje. Quizá valga proponer un fraccionamiento, o al menos una distinción, apartando todo lo lingüístico, ya sea a la lingüística misma o a una filosofía de la lengua, y tomando por aparte una filosofía de la manifestación. O quizá el problema que se plantea corresponda a la metafísica.

Lo cierto es que está pendiente resolver qué sucede con el lenguaje luego de este movimiento. Inicialmente debemos distinguir que solo podemos llamar lenguaje a aquello en lo que detectamos un sistema, una sistematización de manifestaciones. Toda aquella manifestación en la que no seamos capaces de identificar un sistema, una estructura, por rigor, nos veremos obligados a llamarla manifestación, a secas. Visto así, el lenguaje se proyecta hasta el límite de la manifestación. Partiendo desde la manifestación originaria, desde la manifestación esencial del ser, a medida que irrumpe en la realidad, a medida que se expande en su intervención en la realidad, a medida que el ser, en su manifestarse, abarca segmentos más amplios de la realidad, su manifestación se hace más compleja, y en el proceso colisiona, se entrecruza, hasta que armoniza con otras manifestaciones, produciendo lenguaje. De esta manera, el lenguaje surge del encuentro de las manifestaciones. El lenguaje es el punto de encuentro, el lenguaje es el puente que une a los seres existentes. La manifestación emana, en el manifestarse se proyecta el ser, y como manifestación atraviesa la realidad. Pero es en el lenguaje que se produce el encuentro, que se reconoce lo otro, al otro.

A modo de cierre

Juzgo mi exposición como deficiente, escueta ─muchos términos son lanzados sin sustento y muchos argumentos quedan inconclusos─. Sin embargo, encuentro su valor en el proceso, en su proyección; pues creo ver algo de valor detrás de la idea de acercar esencialmente la manifestación a la existencia, y su proyección en el lenguaje.

En las pasadas páginas, luego de analizar los usos cotidianos del lenguaje se descubrió un prejuicio a favor de la interpretación del lenguaje exclusivamente bajo su función comunicativa, señalando su origen como una herramienta de expresión. Sin embargo, al avanzar en las reflexiones se fue descubriendo que lo que se tomaba como «El Lenguaje», no eran más que algunos sistemas simbólicos, y por tanto, una consecuencia de algo que por sí es, una construcción sobre aquello que se presenta, una construcción sobre la manifestación. Siguiendo esta línea, se fue haciendo evidente que en el fondo de toda forma de lenguaje está esta manifestación, que es la expresión fundamental de aquello que existe. Así, la manifestación es la forma más básica de existencia, de ser. Vale hacer la salvedad de que esto no significa que aquello de lo que no podamos tener cuenta de su manifestación no exista, ─o aquello de lo que no podemos dar razón, aquello que no seamos capaces de aprehender como manifestación─, pues la manifestación del ser es previa a la aprehensión, previa a la interpretación, previa a la comprensión.

Temo que la noción de la manifestación que presento pueda parecer encerrada en la metafísica de la presencia, pero quiero pensar que no es así. Para superarla, quizá valdría respaldarse en la noción de la huella derridiana: la manifestación que quiero señalar se da en la huella, en ese vacío espacio-temporal previo a la aprehensión. La manifestación ya aprehendida, ya interpretada, ya presente, sería ente.

Otro aspecto que me gustaría resaltar es cómo se muestra una posibilidad de expansión de la existencia a través de la manifestación, aunque me deslice a un romántico pantano poético. Y es que hay una relación directa en la capacidad de manifestar(se) y la extensión de la existencia; el alcance del ser. De cierta manera, el ser se estira a través de los rastros que la manifestación deja, pues toda manifestación acarrea el ser originario. Si volvemos a la piedra, que fue nuestra fiel compañera a lo largo de la exposición, para nuestra experiencia, en el plano de realidad al que tenemos acceso, su existencia está limitada a aquello que puede tener contacto directo con ella, puesto que ya dijimos que su existencia se limita por su capacidad de manifestar(se). Por otro lado, si pensamos en el ser humano, que es el foco y por tanto máximo exponente de las posibilidades de manifestación para nuestra experiencia, puesto que somos humanos, la extensión posible de su existencia es exponencialmente mayor a la de un objeto inanimado, ya que las palabras que decimos, más aún las que escribimos, los objetos que hacemos, etc., quedan como un rastro de nuestra existencia, mientras acarrean un rastro de nuestro ser, expandiendo nuestra existencia.

martes, 13 de mayo de 2014

Breve y sesgado análisis de dispersión cultural

Guatemala es un coctel de pluralidades a las que les ha sido imposible acordar una receta para formar una sólida e incluyente identidad colectiva nacional; por muchas razones. Dentro de ellas, se me ocurre suponer que a algunas comunidades no se les ha dado la gana; no les interesa o no lo encuentran conveniente. Es más, quizá a muchos lo que les interesa es que les dejen en paz, que les sea respetado su espacio y les permitan continuar con su vida de la forma en la que les parece más adecuado. 

Obviamente existe el otro extremo, aquellos a quienes sí les interesa adherirse. Éstos desean ser parte de una identidad que atrape la esencia de sus ideas particulares, inspirados por la noción de progreso dominante. Es aquí donde surge el problema, donde se formaliza el corte: en el concepto de identidad colectiva y en la contradicción que representa, pregonando inclusión, pero fortaleciéndose de la exclusión (para que exista un adentro, es requisito que exista un afuera). Además, las colectividades inevitablemente persiguen la neutralización del individuo, del sujeto identificado; objetivándolo, limitando sus posibilidades e imponiéndole restricciones, paradójicamente, bajo amenaza de exclusión.

Mi experiencia con el problema ha sido tal que, desde que puedo recordar, he tenido dificultades identificándome con la comunidad que me rodea. Siempre me he sentido ajeno al contexto, fuera de lugar. Por épocas he intentado ajustarme pero, no sé si ha sido falta de disciplina, poca devoción o porque simplemente el sacrificio no se compensa en beneficios, nunca lo he logrado. Durante todo este tiempo he buscado mi voz propia, mis ideas propias, aprehender mi individualidad; no con el afán de sobresalir, sino simplemente de distinguirme a mis ojos, de reconocerme; de intentar comprenderme como individuo, puesto que no encuentro donde ni como situarme, y los lugares que me han parecido adecuados, finalmente no me acomodan.

Podríamos decir entonces que mi aproximación es desde la frontera; sería iluso decir que estoy afuera y sería incómodo aceptar que estoy dentro. De aquí surgen las siguientes preguntas, ¿cuál es el problema de las identidades colectivas? y, ¿fomentan la unidad o la dispersión? 



¿Qué es una identidad colectiva?

Será conveniente, iniciar aclarando a qué me refiero con identidad colectiva. Como lo que nos interesa son personas, aplicaremos directamente de esta forma los términos.

Primero, ¿qué significa identidad? La palabra identidad tiene origen del latín identitas que puede traducirse como ‘de la misma naturaleza’ o ‘lo mismo’. Según RAE: identidad: 1. Cualidad de idéntico. 2. Conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás. 3. Conciencia que una persona tiene de ser ella misma y distinta a los demás. 4. Hecho de ser alguien o algo el mismo que se supone o se busca. 5. Igualdad algebraica que se verifica siempre, cualquiera que sea el valor de sus variables.

A lo largo de la historia, a esta palabra se la han dado dos usos, por un lado refiriéndose a lo que hace único a cada individuo y por otro lo que lo hace igual a otro. Tomo esta contradicción como evidencia de la intención de estandarizar a las personas, de encajonarlos a todos dentro de un mismo molde, para crear una masa mansa y maleable, sugiriendo que todo aquel que proviene de lo mismo, es lo mismo y, por tanto, va a lo mismo.

Tras solo definir la palabra identidad, resalta la conexión que tiene con la noción de colectividad. Como adjetivo, colectiva se define (también según RAE) como: 1. Perteneciente o relativo a una agrupación de individuos. 2. Que tiene virtud de recoger o reunir.

De esto valdría definir la identidad colectiva como una agrupación de individuos unidos por las características que comparten. Hasta aquí no suena tan mal, todos tenemos intereses comunes con otras personas que hacen amenas las interacciones. Sin embargo se complica cuando se le atribuye un valor emotivo a tal identidad. Entonces se convierte en un sentimiento que une a un grupo de personas, una red emotiva que envuelve al grupo y los captura dentro de ideas arbitrarias y parámetros de valoración que establecen un sentido. Demandando devoción y exigiendo responsabilidad sobre el supuesto beneficio de tal sentido, forzando una relación codependiente entre individuo e idea. Entonces surge el sentido de pertenencia, a partir del momento en que el individuo es poseído por la idea.

Así quedamos con dos formas de identidades colectivas, comprensibles al comparar lo que sucede con la ciencia y la religión: una objetiva y autocuestionante y la otra subjetiva y autoritaria.

Un claro ejemplo de esto nos obsequió nuestro bello pueblo en las pasadas semanas, que no puedo dejar de aprovechar: el homicidio de un menor por su afición a una institución deportiva. Y es precisamente a esto a lo que me refiero. Esto es el resultado de una identidad contaminada por emociones desmesuradas y primitivas. De individuos que se deshumanizan a causa de ideas que no pueden razonar, que no saben razonar o que escogen simplemente no razonar, hasta que su consciencia se corrompe. ¿En quién recae la responsabilidad? Nadie. Esta se diluye entre la masa, la acarrea la idea que unió a esa turba. Claro, este parece un caso extraordinario, comparable a fundamentalistas radicales, pero dentro de toda identidad colectiva que se respalde exclusivamente en emociones, solo es cuestión de verse expuesta a la chispa adecuada para estallar de manera similar. 

Me parece adecuado agregar un pequeño recordatorio sobre el origen casual de esas características que identifican a un grupo. Tanto las comidas, como las centenarias tradiciones y hasta los hábitos más superficiales, no son más que el resultado de la adaptación al entorno y la imposición e influencia de grupos o culturas dominantes. Con esto no quiero decir que no deban apreciarse, sino que simplemente se tomen por lo que son, una persona no es, ni deja de ser, quien es en función a su apego a tales elementos. Sería como valorar un árbol por la verdura de sus hojas, o la dureza de su corteza; y no como portador y albergador de vida.

Unidad excluyente

He encontrado ya varias explicaciones que indican a que el individuo se reconoce a sí mismo a través del otro, que es este el servicio que la comunidad presta al individuo. Que es a través de esa identidad colectiva que uno puede verse a sí mismo, actuando en los demás. Sin embargo, por muy justificable que sea, psicológica y sociológicamente, lo que vemos en los otros es solo una ilusión de lo que creemos que quisiéramos ser. ¿Acaso no solo se vislumbran instantes en los que centellean algunos rasgos, algunas características, que de ninguna manera logran atrapar la complejidad que es un individuo? De esta manera nos creamos ideas falsas de nosotros mismos, construidas sobre destellos de rasgos que idealizamos. Así nos alejamos de nuestra identidad autentica y, a partir de esa falsa identidad, buscamos adherirnos a grupos que interpretamos como representativos, atrayendo y sintiéndonos atraídos hacia quienes juzgamos como nuestros iguales, con el afán de reforzar esa identidad; consecuentemente, se encuentra necesario rechazar a quienes creemos diferentes, para proteger esa identidad y hacerla valer. Como se entiende, la exclusión es aceptada como parte necesaria del proceso, puesto que la realidad completa es juzgada a través de las ideas que sostienen a cada grupo, todo aquel que no se ajuste a los parámetros no puede recibir el mismo trato.

Un ejemplo valido, de las identidades colectivas emotivas, son las religiones. Se idealizan fantasías, se las toma como máximas reales, eliminando la frontera entre la realidad y la ilusión. Cerrando, con esta fórmula, el candado que aprisiona las mentes; decretando dañino el pensamiento y la exploración de otras alternativas. Aquel sinvergüenza que hoce pensar distinto será lanzado a la hoguera, excomulgado o excluido. Será exiliado a la soledad, donde su existencia no tendrá posibilidad de sentido, porque no podrá servir a aquel, que es el único sentido posible al humano.

Según la escala que se esté evaluando, parecería por momentos que las identidades unifican a las masas. Pero al ponerlo en el contexto actual de Guatemala, estas luchas por establecer identidades se mantienen fracturando a toda la población en comunidades excluyentes, complicando con cada día las posibilidades de encontrar aunque sea una sombra de armonía.

Cuando la emoción es fundamento, la razón es destrucción. Hasta no encontrar el balance que permita la tolerancia real, hasta no aprender a valorar lo que hace diferentes a las personas, hasta no abrir los ojos para entender que todos compartimos la condición de humanos y dominar los fantasmas que nos hemos impuesto, no será posible la pacífica coexistencia.

El individuo inválido

Se podría decir que todos esos procesos son llevados a cabo pensando en el beneficio del individuo. Cada uno recurre a estas identidades en su búsqueda por sentido. En teoría, las identidades nacen de individuos, se potencializan en colectividades, para retornar un beneficio al mismo.  Pero algo sucede en el proceso de colectivización, el individuo se estanca sin llegar a recolectar su beneficio, en sustitución se genera otro. El individuo se convierte en un accesorio para los fines de la identidad; esta ya no refleja el carácter de quienes la componen, sino que proyecta una identidad idealizada.

Entonces, ¿qué es del individuo? Abandonado a la voluntad de la colectividad, la estandarización del sentido suprime al individuo la capacidad de realizarse individualmente. Como los perros que tiran del trineo, los hombres son reducidos a meros impulsadores de ideas que no les pertenecen. Han sido convencidos de ser parte de algo mayor, tan grande que no tiene límite, que no se puede explicar ni comprender; por tanto, que no se puede alcanzar. Tómese como ejemplo el concepto de riqueza o el paraíso celestial.

Por todo lo expuesto, lo único que se me ocurre proponer – por ahora – sería hacer el experimento de contemplar las identidades individuales y colectivas, y por consiguiente las culturas, de la misma manera que se enfrentan las teorías científicas. Cuestionando y explorando incesantemente en busca de los significados reales, negando cuanto resulte perjudicial y exaltando lo beneficioso. Quizá después de desechar la estupidez orgullosa que nos impide cambiar de opinión podamos limpiar a la humanidad de sus tonterías, alimentar nuestro conocimiento de sus diferencias y, finalmente, apreciar su esencia dinámica.

lunes, 15 de julio de 2013

Comentarios estúpidos sobre un estúpido progreso y su estupidez funcional

progreso
“Así, en minúsculas, hasta estoy tentado en ponerlo en letra más pequeña. Ya lo desprecio y apenas logro comprenderlo. Pero es este supuesto “progreso” (valga la redundancia) el que me ofende. Esta idea que nos tiene atrapados como en arenas movedizas. Por más que lo intente, por mucho que me mueva, sigue estando alrededor y, ni me mata, ni me deja escapar; todo lo contrario, me alimenta, me envenena con brebajes que no enferman. A fuerza de fricción entumece mi pensamiento. Soy como esa mosca cubierta por una densa nube que, acumulando sus minúsculas gotas en mis alas, me impide volar hacia la libertad; hace que se concentre mi consciencia de mosca en mis alas, convirtiéndolas al mismo tiempo en posibilidad de salvación y actual maldición. Me hace pensar en la inutilidad de mis virtudes, en cómo la naturaleza se burla, dándome alas que, aunque funcionan perfectamente, no sirven para volar en este maldito lugar. Mejor o igual ser rastrero, atravesar el fango con la cabeza baja, sin ver más que la suciedad, hasta adaptarse y encontrarla cómoda. Perder la capacidad de ver, perder entonces de vista la posibilidad de libertad. Perder las alas.”
-Texto tomado de una nota encontrada en la suela de un zapato roto

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Comentarios estúpidos sobre un estúpido progreso
Existe un orden bajo el cual funcionan las cosas: las interacciones humanas, el progreso de la humanidad, los estudios científicos, etc. Todo lo que el hombre hace o conoce tiene, o se le inventa, un sistema que rige su funcionamiento: un orden sucesivo y repetitivo que se debe haber comprobado – a través del fracaso – como la manera más adecuada de realizar algo, o descubierto después de largo tiempo de observación. Es la tarea del pensador cuestionarse, buscar la verdad, justificar su existencia; sin embargo, haya o no cuestionamiento, haya o no respuesta, las personas siguen viviendo, el mundo sigue “funcionando” sin necesitar esas razones. Lo que se considera establecido está establecido y no hay duda que pueda moverlo. ¿Qué tanta verdad se esconde detrás de esta estructura? ¿Qué tanta mentira? ¿Qué tan acertadas son nuestras invenciones y convicciones?

Es un hecho que nuestro cuerpo, por ejemplo, requiere alimento para funcionar. Hay algunos alimentos que se han comprobado beneficiosos y otros que se han comprobado como dañinos. En un sentido distinto, hemos aprendido a realizar ciertas tareas para procurarnos los medios de supervivencia; a través, principalmente, del dinero (digo principalmente porque aún hay muy limitados grupos de personas que viven únicamente de lo que producen), que se ha convertido en la motivación de muchas vidas.  Igual que los alimentos, hay trabajos que se consideran muy beneficiosos para adquirir el tan preciado medio de vida y hay otros trabajos que simplemente no… Un asunto común del trabajo es que, sea grande o pequeño el beneficio directo al individuo que lo realiza, es útil al progreso de la sociedad. Y hay un mecanismo que ordena esta consecuente estratificación a través de dos métodos de tinte esclavista, uno forzado y otro voluntario. Esta esclavitud, al organizar la distribución de la educación, encuentra formas de limitar el pensamiento de los individuos.

Dentro de estos métodos de esclavitud que mencionaba, la forzada y la voluntaria, se puede ver todo un matiz de gradaciones, pero los extremos son esos. Por un lado, al extremo de la forzada, les es limitada a las personas la posibilidad de acceder a los medios de desarrollo. Sirviendo como base a la pirámide social, ejecutando trabajos que, aunque ya existen maquinas que los pueden realizar, funcionan como refuerzo al impedimento a desarrollar la inteligencia: limitando el alimento y anulando, a base de exhaustación física, la posibilidad de ocio, por tanto, del pensamiento. Y por el otro lado, en la voluntaria, durante todo el proceso educativo se insertan prejuicios y métodos que sistemáticamente entumecen el pensamiento; convirtiendo al individuo en una maquina egoísta enfocada en satisfacción de deseos implantados.

Vamos a enfocar nuestro pensamiento en esa mísera pizca de la población de Guatemala con el “privilegio” de recibir una educación universitaria; esos mismos con potencial de adquirir puestos de trabajo de alto beneficio y por tanto, de alta responsabilidad. Un estudiante universitario guatemalteco ha recibido su educación primaria y secundaria, generalmente, en colegios privados; y luego, las universidades, sean públicas o privadas, continúan insertando la misma metodología a los cerebros de los estudiantes; desde hace mucho tiempo, en todo el mundo, ya no se enseña a pensar. Se ha optado por la producción masiva, al buen estilo militar, de infantería ideologizada e ideologizante. Los pensum universitarios exigen la memorización de procesos de razonamiento para resolver problemas prácticos en las distintas industrias; esto no está del todo mal, es necesario para el desarrollo de tecnologías, entre otras cosas, sin embargo, se ha devaluado la vida. Las personas dejamos de ser humanos y pasamos a ser autómatas, hipnotizados por el tedio, empecinados en obtener dinero, haciendo lo que sea que tengamos que hacer para conseguirlo. Muchos llegamos al punto, luego de mucho tiempo de entrenamiento, luego de mucho tiempo de estar haciendo lo mismo, donde nos damos cuenta del nulo valor de nuestra existencia. O, en el mejor de los casos – para la humanidad y su comprensión del progreso –, este dilema existencial nunca llega, encontramos en las tareas laborales la justificación de nuestra existencia, aprehendemos la ilusión y nos creemos productivos para el progreso de la humanidad: nos hacemos estúpidos funcionales. 

Esto de estupidez funcional viene de que, desde hace mucho tiempo, muchas cosas me han sugerido que en el mundo las cosas están diseñadas por personas inteligentes para personas no tan inteligentes – por no decir estúpidas. Claro que es una inteligencia relativa, ya que si se requiere cierto nivel, un tanto primitivo, para ser funcional en las sociedades actuales. Y son repetidas las ocasiones en las que esta idea se atraviesa entre razón e individuo – aquello que parece no ser funcional no es digno de ser pensado. Admito que es una fantasía eso de pensar en la mente súper poderosa que controla todo, pero pienso que en el transcurso de la historia hemos aprendido a hacer cosas con el fin de facilitarnos y endulzarnos la existencia, y nos han llevado a una estupidez funcional que limita nuestras capacidades. Ampliando un poco más, por estupidez funcional me refiero a la mecanización a la que nos ha llevado nuestra comprensión del progreso. Ha dejado de ser necesario pensar para vivir: todo se reduce al acatamiento de normas, leyes y procesos. Es esa estupidez funcional la que no nos permite pensar, no nos permite entender, ya que el pensamiento deja de ser necesario para la satisfacción de los deseos. El pensamiento se entumece con la eficiencia del sistema; si cumplimos las expectativas y nos aferramos a la estructura, la posibilidad del éxito – dentro de este mundo de progreso – está al alcance. Atribuyo esto como consecuencia de la comprensión de progreso porque el pensamiento, por muy primitivo que sea, es empleado únicamente en realizar tareas laborales “productivas”, se convierte así en una tarea mecanizada, justo como es enseñado desde la educación primaria, hasta los doctorados universitarios. El pensamiento se utiliza – y funciona – para buscar soluciones a situaciones inventadas, imaginarias, simbólicas; deja de aplicarse a lo real: la satisfacción de lo real, aunque sigue siendo la motivación principal, resulta siendo dado tras lo simbólico. Las personas dejan de vivir para sí, su vida se convierte en su trabajo, en su “utilidad”.

Me parecería justo explicar cómo entiendo esta noción de progreso de la que hablo: en los centros educativos se recibe una buena parte de la teoría estructural, aunque se maneja a nivel de inconsciente – de la familia y las relaciones sociales se absorbe otro buen tanto, pero no me parece que sea un acto deliberado. Se insertan sueños y metas, se promueve una competencia innecesaria y como consecuencia, como resultado de alcanzar esos sueños y esas metas, se define el éxito. El éxito individual se traduce a éxito colectivo, y esta noción de éxito simboliza el progreso de la humanidad. Por tanto el progreso, aunque no lo entendamos así –por qué no nos es permitido entenderlo así – se convierte en el cumplimiento de expectativas ajenas. Y ese cuento ha sido insertado en el inconsciente de nuestros padres y los suyos, y será lo que se enseñe a nuestros hijos y a los suyos. Y la única manera de alcanzar estas expectativas es cumpliendo con los procesos establecidos, caminando los pasos que los “sabios” nos han dibujado, imitando el andar de otros, saboreando el polvo que levantaron las pisadas del que va adelante, sin poder ver claramente. 

Finalmente, el buen camino del progreso está cercado por la repetición. Somos seres repetitivos. Nos establecemos en lo que conocemos, lo hacemos una y otra vez y al hacerlo se nos entumece la capacidad de pensar de otra manera porque ya no nos es necesario. ¿Por qué habría de buscar algo que no encuentro necesario? ¿Por qué habría de buscar algo más si en la historia de la humanidad se ha buscado el camino hacia la comodidad y ha llegado hasta esto? A esto que llamamos progreso. Todo está en la repetición. Nos cuesta tanto hacer cosas nuevas que, si no todas, la mayoría de las “novedades” son el resultado de imitaciones fallidas. Es predecible que reconozcamos la noción de progreso a partir de los actos repetitivos que resultan en la satisfacción de algunas necesidades y, eventualmente, producen algo “nuevo”. El progreso, visto así, deja de ser avance y se convierte en adaptación, desarrollo de técnicas; resultado de una curiosa combinación de necedad y azar. Por tanto, no estamos mejorando por que hacemos mejores cosas; hacemos mejores las cosas por que las hacemos una y otra y otra vez, la práctica lleva al progreso. Aunque no sea correcto, aunque no sea “verdadero” lo que sea que hagamos, eventualmente nos va a dar la sensación de progreso por que, con la práctica, la vamos a hacer mejor; y las demás personas lo aceptaran gracias a una constante exposición – van aceptando poco a poco lo que sea –, eventualmente surgen consumidores de lo que sea y finalmente se da valor a ese “lo que sea” y se establece como símbolo de progreso.

Creo que aquí ya va quedando claro cómo es que el progreso nos lleva a esta estupidez funcional. Pero ahora, ¿cuáles son las implicaciones, cuáles con las consecuencias, dónde está el problema?, si al final mis necesidades están cubiertas y mis deseos satisfechos. Y mi respuesta puede sonar estúpida, incluso puede que sea estúpida, pero finalmente es lo que pienso: el problema está en que no nos damos cuenta que esas necesidades y deseos que satisfacemos no nos son propios; podrá ser cierto que nosotros los escogimos, tendremos, quizás, opciones, y podremos escoger dentro de un rango limitado; pero no son nuestros deseos ni necesidades los que son satisfechos. Probablemente solo un bebe recién nacido, antes de ser entrenado a ser niño, o un demente o un anciano, en sus últimos momentos de decadencia, tengan necesidades y deseos propios, desinteresados por el resto de la humanidad, comprometidos con su propia humanidad.



Es también posible que todo esto sea una forma de justificar mis problemas de adaptación al mundo “profesional”, debe ser cierto que esta bañado de vicios y prejuicios que he recogido a lo largo de mi vida, pero no deja de ser una posibilidad. Puedo decir que una parte significativa de mi vida – iniciando cerca de la pubertad, desde que se asomaba la sombra de esto que aparentemente debo, según se me ha enseñado, llamar conciencia – ha sido en rebelión. Siempre buscando esa salida – la famosa grieta. Por momentos perfeccionando la evasión maquillándome la máscara que se adecuaba a lo que se esperaba de mí. Había periodos en los que intentaba dejarme la máscara puesta, tratar de acomodarme en ella, pero siempre hubo algo que me hizo sacudirme la falsedad; nunca ha permanecido por suficiente tiempo. Actualmente, entre expectativas cumplidas, falseadas y fracasadas, me exprimo el cerebro para evaluar las consecuencias de esta violación mental. Me ofrezco la idea de aprehender esta multipolaridad esquizoide y explorar la disfuncionalidad que tales estados permiten. La lucha siempre ha sido por la libertad, por renegar hacer las cosas porque simplemente es lo que se debe hacer, por aceptar una diferencia y encontrar en ella otra forma de guiar una vida. Aprovecho entonces este ensayo,  para explotar una ventana de posible comprensión. Un esfuerzo imposible.

sábado, 5 de mayo de 2012

La Identidad Dominadora o El dominio de la identidad

¿Cuál es la necesidad del hombre - en el sentido amplio de la palabra - de radicalizar sus creencias e ideologizar? Parece que si no radicalizan no “encuentran” su identidad, no se identifican. Por ejemplo: si comparto algo de alguna ideología, soy activista; pero si cuestiono o estoy en contra de algunos aspectos, soy subversivo. Para creencias ciegas esta la religión. Veo, desde mi ojo desviado, que todas las radicalizaciones en la historia han llevado a situaciones desastrosas. Bien decía Aristóteles que la virtud estaba en el justo medio. Lo gracioso es cuando yo, que creo en mí ideología, porque está fundamentada en mi idea de virtud, y me convenzo de que es la ideal, que es la más balanceada y me radicalizo al proclamarla como la más perfecta; luego intentaré implementarla, y si no lo logro, habré de imponerla. ¿No es la búsqueda obsesiva por la virtud una forma de desbalancearse hacia el exceso? Automáticamente deja de ser virtud cuando su aplicación violenta a otros; por tanto quien diga haber encontrado la manera perfecta en la que debe vivir la humanidad, esta totalizando, y entonces esta violentando a los demás.

Entonces, ¿qué hacer? ¿Para qué buscar?

Si la única manera de no totalizar es permitiendo la total libertad, se hace imposible la organización; ya que al organizar se generaliza, y al generalizar se suprime la singularidad; por tanto, el individuo ya no es plenamente libre, de cierta manera deja de ser él mismo. Pero busquemos una salida, ¿podré concebir alguna manera en la que una sociedad de hombres plenamente libres, en ejercicio de su singularidad, sea funcional? (Es interesante pensar, en este punto, que si logro describir uno no puedo hacer más que esperar a que se dé espontáneamente, para no participar de ningún violentamiento…)


El origen de la necesidad de identidad

La organización de hombres en sociedad nos regala la oportunidad de pensar. Creo que si estuviera totalmente solo, en un sitio desolado, mis instintos saldrían a relucir –si es que todavía están ahí. Si no tuviera una fuente de comida relativamente segura, si no tuviera un techo en el cual resguardarme, si no pudiera asegurar mi supervivencia; no creo que tendría tiempo para preocuparme por decidir quién soy. Por tanto, el problema de la identidad únicamente puede darse en sociedad, o al menos después de un contacto social.

Me parece que la primera afirmación que surge del encuentro es: el tú, el otro; el otro es, y no solo es, sino también, es otro. Es un otro que no soy. Yo soy yo, el es otro; pero para él, el otro soy yo; por tanto yo soy otro ¿entonces quién soy?

He ahí una necesidad, la de caracterizarnos como únicos, a eso se le llamó: identidad. Creo necesario explorar el origen de la palabra identidad. Ídem: el mismo o lo mismo. Seguramente pensado como “yo mismo” al momento que se empezó a utilizar. Hoy creo que el termino correcto sería individualidad o singularidad, serán estos los que utilizaré de aquí en adelante, para referirme a ese tipo de identidad.

En estos primeros contactos, ya que podemos compararnos, nos damos cuenta tanto de nuestra singularidad, como de nuestros puntos en común; entonces nos identificamos. Yo y el otro, cuando encontramos aquello que compartimos, nos damos cuenta de que algo en nuestra identidad es igual a algo en la identidad del otro, en algo somos idénticos y eso nos identifica, se va colectivizando nuestra identidad.

La cosa se pone interesante cuando aparece un tercero. Ya conocemos nuestra identidad, asumamos que él ya tuvo el contacto necesario y por tanto ya conoce su identidad. Sea como fuere, le presentamos nuestra identidad, y entre todo afloran nuestras identificaciones. Pero, ¿qué pasa? Él no se identifica con nuestras identidades y no podemos entender por qué. Es un hombre, como yo; necesita alimento, como yo; tiene pelo, como yo; pero, ¡no quiere trabajar con fines de lucro!

Aquí me parece ver un síntoma de la perdida de la singularidad, la realidad deja de ser propia de un yo, y pasa a ser de un nosotros; ¿será posible que el impulso dominador se origine de la unión de voluntades? Una idea se fortalece al encontrar apoyo, la idea deja de ser de uno, y pasa a ser de varios, es una idea aparentemente más grande, abarca más mentes. Pero al mismo tiempo deja de ser propia, porque se comparte. Yo me abandono a mí, parcialmente, pero la idea que comparto se fortalece con esa parte de mí que, de cierta manera, pierdo. ¿El yo dominante, es un yo que abandona su singularidad y se entrega a un nosotros ideologizante?



La identidad masiva

Para conectarlo al asunto de la dominación, se me hace más fácil desde la identidad masiva. Me parece que hay una conexión directa entre la necesidad de dominación y la creación de la identidad. O sea, yo necesito mi identidad, necesito saber quién soy, ya sea buscando o inventando, luego de tener una noción de identidad, necesito exteriorizarla para que el mundo me vea “como soy”, y es aquí donde entra el instinto de dominación. Procedo a imponer mi identidad.

Pero antes, ¿cómo encontramos esa identidad? Más me parece que la creamos. Se dan dos casos: los que buscan una identidad “interna” y los identificados. Los primeros son los que aparentemente pierden su vida en la indecisión, en la duda, en la incertidumbre; en esa constante lucha por anular lo que pueda ser superfluo, en esa curiosidad insaciable, en esa necedad por no “tragarse” la “verdad” que todos insisten es la única, la verdadera. En esta clasificación caben los que generalmente son catalogados como subversivos. Aquellos que buscan el bien con esa intención ideal. Que se niegan a aceptar que esta vida debe ser como es; que una vida así, no vale la pena vivirse. (Aunque sea tarde, pero ahora descubro que estoy generalizando, que violento de mi parte… lo borraría todo y volvería a empezar, pero creo que llegaría al mismo punto, así que mejor sigo. En la vida tendré más tiempo para respetar más mis ideas de principios.)

Por el otro lado tenemos a los “identificados”, los divido y encasillo en dos categorías: los cínicos y los ingenuos.

Los cínicos comparten mucho con los “a-idénticos”, pero no se preocupan por seguir indagando o lo relegan a un segundo plano. Empezaron con los mismos problemas, pero no se complican: descifran el mecanismo social que los rodea, crean una identidad conveniente y aprenden a utilizarlo para su beneficio; unos de ellos inconformes, otros, simplemente, indiferentes, y otros abusivos. Aquí se encuentran los demagogos, los políticos corruptos, los empresarios abusadores, etc. No significa que todos los que entren en esta categoría sean “viciados”, pero son muy propensos a caer ante la seducción del poder, al descifrar la formula para manipular su entorno. Es probable que estas características sean las de los dominadores, que más que un yo, pienso que es un “nosotros”.

Los ingenuos, por el otro lado, son aquellos que se identifican con una identidad, la adoptan, renuncian a su singularidad, inconscientemente, claro porque se ven como individuos auténticamente libres, se convierten en una masa homogénea que “baila al son que le toquen”, y la duda no surge, porque entre ellos, según suponen, alcanzaron su identificación. Para que suene bonito, con el pertinente peso de la redundancia y el juego de palabras: se identifican entre identidades idénticas. Aquí encontramos a los motores que hacen caminar a nuestras sociedades, a sus sistemas económicos, políticos y demás. La libertad se convierte tangible, al menos como ilusión, dentro de esta masa, deja de ser un ideal. Claro que el límite de su libertad es directamente proporcional al área que habitan los que comparten esa identidad social. Tras esos límites hay otros, con distintas identidades, ajenos, diferentes. Con su diversidad, aunque relativa, ponen a pensar a los que viven en los límites e inspiran temor a los de adentro, temor que crece exponencialmente según se interna el conocimiento en esa masa identificada.

El dominante protegerá su dominio. Aunque el mecanismo de la identidad es bastante auto sostenible, ya que están tan acostumbrados a lo mismo, y tienen ideologizada esa identidad, que lo distinto les da temor, y rápidamente lo rechazan, porque, según sus preceptos, no es bueno. Por consiguiente, los diferentes, deben ser seducidos a identificarse; los indómitos, habrán de ser intimidados, y si no exterminados.



Nosotros dominadores


El poder de esta dominación masiva se aloja en la idea de nosotros. Ese nosotros que construyo el dominio. Ese nosotros que infló la valoración de una idea. Ese nosotros que no es ninguno, pero son todos. El empoderamiento de la dominación vino de la pérdida del poder individual. El monarca fue derrocado, el tirano fue derrocado, los aristócratas y los oligarcas fueron derrocados, pero por ahí se va abriendo el camino; la democracia fue derrocada, pero destapo el paso. Al principio fueron yo-es quienes dominaban, no cabe suficiente poder en un yo. Luego fueron pequeños cúmulos de yo-es, y el poder era más fuerte, pero la masa, hasta entonces impotente, todavía era muy grande en relación al poder que podían amasar esos pocos yo-es. Luego fue un nosotros demasiado grande y diverso, que el poder no fue suficiente para soportar una masa tan grande tan, tan repentinamente, pero se ilumino al nosotros. Se necesitaba un nosotros más balanceado, más grande que los cúmulos de yo-es, pero no tan grande como la masa completa. Entonces, una nueva forma surgió. La ilusión. Las libertades y las riquezas se hicieron tangibles. Partes de las masas, cercanas a esos yo-es “sobresalientes”, pudieron saborear la ilusión del poder, y por ese medio se propago. Se infló una enorme ilusión, que nosotrizó paulatinamente a las masas, bajo una identidad ilusoria. Hoy los límites de esas ilusiones empiezan a flaquear, aun hay un par de decisiones que se pueden tomar, habitar cerca o fuera de los límites, o aguardar adentro, y ver que tan lejos nos lanza la explosión.




Notas probablemente ajenas (posibilidad de anexos)


Algo que se me hace curioso del funcionamiento de la dominación, es que tanto dominante como dominado luchan por dominar. El dominante quiere imponerse sobre el dominado; y el dominado quiere ser capaz de dominarse a si mismo. Ambos buscan apoderarse de un “otro”, en cierto sentido, aunque ese “otro” sea el famoso “sí mismo” en uno de los casos.

Al final de cuentas, tomando la postura de los cínicos, no debe ser tan difícil encontrarse cómodo dentro de esos mecanismos, ya que esa ilusión de libertad, dentro de esa realidad es plena, no deja de ser una ilusión, pero para quien la vive es real.

He establecido que hay un adentro y un afuera. Hay quienes, estando adentro, quieren salir; otros, estando afuera, quieren entrar; otros, estando adentro, no saben que hay un afuera; otros, estando afuera, no saben que hay un adentro; otros, estando adentro, quieren cambiar todo, quieren romper las diferencias y que no exista un adentro y un afuera; otros, niegan la diferenciación; y por último, hay otros que juegan en los limites, ven lo que pasa, pero no entienden, tienen una vista del adentro y una vista del afuera, y no encuentran un punto de conciliación, podrán ser “no-identificados”.