martes, 19 de agosto de 2014

Barbado imberbe

La confianza jamás será
una carga que acepte gustoso.

Desconfíen de mí,
de cuanto haga y de cuanto diga;
no soy más que un ignorante,
un ingenuo, un soñador.

Estas barbas que cubren mi expresión
son sólo el vestigio de una historia que no es mía,
fiarse de ella me elevaría a alturas
donde el oxigeno no me alcanza.

Me hace mejor el calabozo de su indiferencia,
la oscura y húmeda sentencia
de su imberbe ignorancia.

martes, 12 de agosto de 2014

La ilusión tras una promesa

Ésta mañana prometía algo distinto; como la tormenta ansiada que rompe el tedio de una calma extendida, de una placidez lastimosa, de la soledad del espíritu.

Los días pasaban recolectando la asfixia que inunda los féretros; y éste amenazaba con la posibilidad de una brisa refrescante, como la lágrima que se desprende del placer.

Pero, aunque aún hay mucho día por venir, la promesa se ha esfumado. Quizá vuelva más tarde, o quizá fue sólo la ilusión de un débil corazón esperanzado.

Don Horacio

Al otro lado de la calle lloraba un hombre. Lo había perdido todo, incluso lloraba su propia muerte. Tras él una montaña de escombros que aún humeaba. Hacía apenas unas horas era su hogar y sustento.

Salió de madrugada, dejando a su esposa e hijas, que dormían; nada parecía estar mal. Era un día ordinario, lo único distinto fue que despertó más temprano de lo habitual. A diferencia de todos los días, no tuvo que salir con prisa. Preparó el café y se duchó. Tomó su café con un panecillo, frente a la ventana que da a la avenida. La ciudad todavía no despertaba, se sentía relajado. Cepilló sus dientes, tomó su sombrero y su chaqueta y salió; como todos los días, sólo un poco más despacio.

Caminó al centro de distribución, apenas a cinco cuadras de su casa. Ahí estacionaban los camiones pequeños que usaban para abastecer a las pequeñas tiendas. Él acostumbraba ir a supervisar el cargamento que le sería asignado, sus requisitos de calidad siempre eran los más exigentes. Esta vez tuvo que esperar mucho más de lo normal, no sólo porque llegó más temprano, sino porque los camiones provenientes de las granjas se habían retrasado. Así que esperó cuanto fue necesario.

Detrás de los árboles que escoltaban la avenida, una columna de humo ascendía. A lo lejos se escuchaba un escándalo, sirenas de bomberos y demás. Mientras se percataba de esto, finalmente llegó el cargamento. A toda prisa supervisó lo que le correspondía, hasta que se sintió conforme. Luego volvió.

martes, 15 de julio de 2014

Un tipo extraño

Al encontrar su mirada, me estremeció. Quizá fue un aire de orgulloso psicópata, o quizá la incompatibilidad de sus ojos disociados (simplemente su enfoque no estaba bien); lo cierto es que una extraña forma de poder emanaba de él.

Para algunos, charlatán; para otros, divino; para mí, genial, astuto, hasta visionario ─o talvez sólo era demasiado carismático─.

Decir que lo respeto casi sería vergonzoso. Más bien, me da curiosidad; a lo lejos un poco de miedo, definitivamente desconfianza: exactamente igual que me hace sentir un ilusionista prodigioso.

Cerca de él lo que se cree imposible parece hacerse rutina, permite saborear la fantasía y, de cierta manera, le agrega sabor a la realidad (aunque sea a fuerza de pura confusión).

Tras él caminan, vendados por embobamiento, aquellos a los que intentó liberar; muy pobre resultó el discernimiento, muy grande su esperanza.

El iluso se embriagó de ilusión y el sabio de razón. A ambos los veo claro.

viernes, 11 de julio de 2014

Sobre el salto de fe (Sobresalto de fe)

Me permito tamaña impertinencia, pero antes -- bajo el acoso de una extraña sensación de culpa, quizá un sentimiento hipermoral -- ofrezco mis disculpas a quienes extraigan ofensas de mis palabras.

Tradicionalmente se caricaturiza el salto de fe como una situación en la que el individuo se enfrenta a un precipicio; delante de él yace el vacío, la oscuridad, lo desconocido. El salto de fe sugiere la entrega a ese vacío, tras poner plena confianza en el rescate o intercesión de la divinidad predilecta.

Reconozco que hay otras muchas maneras de presentar esta idea, es por eso que, respaldado en mi ingenua imaginación, decido presentarla como la comprendo. A continuación, entonces, un esbozo, una posibilidad -- digamos alterna -- de comprender el llamado salto de fe.

***

El salto de fe no debería ser visto como dar un paso al vacío. Más bien, habría que representarlo como un enfrentamiento con las nubes. El ser humano, mientras se encuentra parado en la planicie de su realidad, alza la vista. Sobre él encuentra que las nubes cubren el firmamento. En ellas, cree ver destellos; pero no se da cuenta que tales impresiones no son más que el reflejo de una mirada sobrecargada de esperanza enfermiza, neurótica; una proyección casi inconsciente, incluso paranóica. Así, se ve reflejado en las alturas, cree ver en ellas algo divino, algo que hay más allá.


De tal manera, el salto de fe es saltar hacia las nubes; desde el suelo, hacia las nubes; de la planicie, de lo obvio, de lo real, hacia una fantasía que fue creada detrás de las nubes. Porque ahí se ha escondido un premio, el más añorado, lo que más falta le hace; lo que "naturalmente", como humano, desea: su más pesada ambición, la máxima expresión de la egolatría: la eternidad.

jueves, 29 de mayo de 2014

Un vecindario artificial, para una población artificial.

Mientras espero que llegue la hora me siento en esta vieja pero nueva banca a la orilla de la plaza. Tiene una tan extraña sensación de paz este lugar que me da desconfianza. Se podría decir que está desolado. Tal vez he visto unas doce personas; lo contrario a lo que en un lugar como este, o al menos con este aspecto, debería haber.

En vez de parecer nuevo, y por eso estar vacío, se me hace más a ser algo viejo y abandonado. Con la única excepción que todo está sumamente limpio, como si hubiese sido obsesivamente restaurado, tan limpio que parece de exhibición, no parece real. Es más, parece como si la vida se hubiera espantado, sin dejar huella.

El día es ideal para este escenario. Si tan solo no tuviera otras cosas que hacer, podría ser perfecto: el cielo mayormente despejado, con unas cuantas nubes que se pasean, como pequeñas y delicadas pinceladas, dispersas, blancas, inmaculadas; el sol brilla como si su única preocupación fuera iluminar este pedazo de tierra, como un sol privado, tan fuerte que apenas resisto su reflejo en el papel.


Un par de locales acaban de llegar, extrañamente, parecen turistas, incluso toman fotos; tanto se aleja este lugar de la realidad de Guate que un extranjero parece menos extraño que un local. Un vecindario artificial, para una población artificial.

martes, 13 de mayo de 2014

Breve y sesgado análisis de dispersión cultural

Guatemala es un coctel de pluralidades a las que les ha sido imposible acordar una receta para formar una sólida e incluyente identidad colectiva nacional; por muchas razones. Dentro de ellas, se me ocurre suponer que a algunas comunidades no se les ha dado la gana; no les interesa o no lo encuentran conveniente. Es más, quizá a muchos lo que les interesa es que les dejen en paz, que les sea respetado su espacio y les permitan continuar con su vida de la forma en la que les parece más adecuado. 

Obviamente existe el otro extremo, aquellos a quienes sí les interesa adherirse. Éstos desean ser parte de una identidad que atrape la esencia de sus ideas particulares, inspirados por la noción de progreso dominante. Es aquí donde surge el problema, donde se formaliza el corte: en el concepto de identidad colectiva y en la contradicción que representa, pregonando inclusión, pero fortaleciéndose de la exclusión (para que exista un adentro, es requisito que exista un afuera). Además, las colectividades inevitablemente persiguen la neutralización del individuo, del sujeto identificado; objetivándolo, limitando sus posibilidades e imponiéndole restricciones, paradójicamente, bajo amenaza de exclusión.

Mi experiencia con el problema ha sido tal que, desde que puedo recordar, he tenido dificultades identificándome con la comunidad que me rodea. Siempre me he sentido ajeno al contexto, fuera de lugar. Por épocas he intentado ajustarme pero, no sé si ha sido falta de disciplina, poca devoción o porque simplemente el sacrificio no se compensa en beneficios, nunca lo he logrado. Durante todo este tiempo he buscado mi voz propia, mis ideas propias, aprehender mi individualidad; no con el afán de sobresalir, sino simplemente de distinguirme a mis ojos, de reconocerme; de intentar comprenderme como individuo, puesto que no encuentro donde ni como situarme, y los lugares que me han parecido adecuados, finalmente no me acomodan.

Podríamos decir entonces que mi aproximación es desde la frontera; sería iluso decir que estoy afuera y sería incómodo aceptar que estoy dentro. De aquí surgen las siguientes preguntas, ¿cuál es el problema de las identidades colectivas? y, ¿fomentan la unidad o la dispersión? 



¿Qué es una identidad colectiva?

Será conveniente, iniciar aclarando a qué me refiero con identidad colectiva. Como lo que nos interesa son personas, aplicaremos directamente de esta forma los términos.

Primero, ¿qué significa identidad? La palabra identidad tiene origen del latín identitas que puede traducirse como ‘de la misma naturaleza’ o ‘lo mismo’. Según RAE: identidad: 1. Cualidad de idéntico. 2. Conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás. 3. Conciencia que una persona tiene de ser ella misma y distinta a los demás. 4. Hecho de ser alguien o algo el mismo que se supone o se busca. 5. Igualdad algebraica que se verifica siempre, cualquiera que sea el valor de sus variables.

A lo largo de la historia, a esta palabra se la han dado dos usos, por un lado refiriéndose a lo que hace único a cada individuo y por otro lo que lo hace igual a otro. Tomo esta contradicción como evidencia de la intención de estandarizar a las personas, de encajonarlos a todos dentro de un mismo molde, para crear una masa mansa y maleable, sugiriendo que todo aquel que proviene de lo mismo, es lo mismo y, por tanto, va a lo mismo.

Tras solo definir la palabra identidad, resalta la conexión que tiene con la noción de colectividad. Como adjetivo, colectiva se define (también según RAE) como: 1. Perteneciente o relativo a una agrupación de individuos. 2. Que tiene virtud de recoger o reunir.

De esto valdría definir la identidad colectiva como una agrupación de individuos unidos por las características que comparten. Hasta aquí no suena tan mal, todos tenemos intereses comunes con otras personas que hacen amenas las interacciones. Sin embargo se complica cuando se le atribuye un valor emotivo a tal identidad. Entonces se convierte en un sentimiento que une a un grupo de personas, una red emotiva que envuelve al grupo y los captura dentro de ideas arbitrarias y parámetros de valoración que establecen un sentido. Demandando devoción y exigiendo responsabilidad sobre el supuesto beneficio de tal sentido, forzando una relación codependiente entre individuo e idea. Entonces surge el sentido de pertenencia, a partir del momento en que el individuo es poseído por la idea.

Así quedamos con dos formas de identidades colectivas, comprensibles al comparar lo que sucede con la ciencia y la religión: una objetiva y autocuestionante y la otra subjetiva y autoritaria.

Un claro ejemplo de esto nos obsequió nuestro bello pueblo en las pasadas semanas, que no puedo dejar de aprovechar: el homicidio de un menor por su afición a una institución deportiva. Y es precisamente a esto a lo que me refiero. Esto es el resultado de una identidad contaminada por emociones desmesuradas y primitivas. De individuos que se deshumanizan a causa de ideas que no pueden razonar, que no saben razonar o que escogen simplemente no razonar, hasta que su consciencia se corrompe. ¿En quién recae la responsabilidad? Nadie. Esta se diluye entre la masa, la acarrea la idea que unió a esa turba. Claro, este parece un caso extraordinario, comparable a fundamentalistas radicales, pero dentro de toda identidad colectiva que se respalde exclusivamente en emociones, solo es cuestión de verse expuesta a la chispa adecuada para estallar de manera similar. 

Me parece adecuado agregar un pequeño recordatorio sobre el origen casual de esas características que identifican a un grupo. Tanto las comidas, como las centenarias tradiciones y hasta los hábitos más superficiales, no son más que el resultado de la adaptación al entorno y la imposición e influencia de grupos o culturas dominantes. Con esto no quiero decir que no deban apreciarse, sino que simplemente se tomen por lo que son, una persona no es, ni deja de ser, quien es en función a su apego a tales elementos. Sería como valorar un árbol por la verdura de sus hojas, o la dureza de su corteza; y no como portador y albergador de vida.

Unidad excluyente

He encontrado ya varias explicaciones que indican a que el individuo se reconoce a sí mismo a través del otro, que es este el servicio que la comunidad presta al individuo. Que es a través de esa identidad colectiva que uno puede verse a sí mismo, actuando en los demás. Sin embargo, por muy justificable que sea, psicológica y sociológicamente, lo que vemos en los otros es solo una ilusión de lo que creemos que quisiéramos ser. ¿Acaso no solo se vislumbran instantes en los que centellean algunos rasgos, algunas características, que de ninguna manera logran atrapar la complejidad que es un individuo? De esta manera nos creamos ideas falsas de nosotros mismos, construidas sobre destellos de rasgos que idealizamos. Así nos alejamos de nuestra identidad autentica y, a partir de esa falsa identidad, buscamos adherirnos a grupos que interpretamos como representativos, atrayendo y sintiéndonos atraídos hacia quienes juzgamos como nuestros iguales, con el afán de reforzar esa identidad; consecuentemente, se encuentra necesario rechazar a quienes creemos diferentes, para proteger esa identidad y hacerla valer. Como se entiende, la exclusión es aceptada como parte necesaria del proceso, puesto que la realidad completa es juzgada a través de las ideas que sostienen a cada grupo, todo aquel que no se ajuste a los parámetros no puede recibir el mismo trato.

Un ejemplo valido, de las identidades colectivas emotivas, son las religiones. Se idealizan fantasías, se las toma como máximas reales, eliminando la frontera entre la realidad y la ilusión. Cerrando, con esta fórmula, el candado que aprisiona las mentes; decretando dañino el pensamiento y la exploración de otras alternativas. Aquel sinvergüenza que hoce pensar distinto será lanzado a la hoguera, excomulgado o excluido. Será exiliado a la soledad, donde su existencia no tendrá posibilidad de sentido, porque no podrá servir a aquel, que es el único sentido posible al humano.

Según la escala que se esté evaluando, parecería por momentos que las identidades unifican a las masas. Pero al ponerlo en el contexto actual de Guatemala, estas luchas por establecer identidades se mantienen fracturando a toda la población en comunidades excluyentes, complicando con cada día las posibilidades de encontrar aunque sea una sombra de armonía.

Cuando la emoción es fundamento, la razón es destrucción. Hasta no encontrar el balance que permita la tolerancia real, hasta no aprender a valorar lo que hace diferentes a las personas, hasta no abrir los ojos para entender que todos compartimos la condición de humanos y dominar los fantasmas que nos hemos impuesto, no será posible la pacífica coexistencia.

El individuo inválido

Se podría decir que todos esos procesos son llevados a cabo pensando en el beneficio del individuo. Cada uno recurre a estas identidades en su búsqueda por sentido. En teoría, las identidades nacen de individuos, se potencializan en colectividades, para retornar un beneficio al mismo.  Pero algo sucede en el proceso de colectivización, el individuo se estanca sin llegar a recolectar su beneficio, en sustitución se genera otro. El individuo se convierte en un accesorio para los fines de la identidad; esta ya no refleja el carácter de quienes la componen, sino que proyecta una identidad idealizada.

Entonces, ¿qué es del individuo? Abandonado a la voluntad de la colectividad, la estandarización del sentido suprime al individuo la capacidad de realizarse individualmente. Como los perros que tiran del trineo, los hombres son reducidos a meros impulsadores de ideas que no les pertenecen. Han sido convencidos de ser parte de algo mayor, tan grande que no tiene límite, que no se puede explicar ni comprender; por tanto, que no se puede alcanzar. Tómese como ejemplo el concepto de riqueza o el paraíso celestial.

Por todo lo expuesto, lo único que se me ocurre proponer – por ahora – sería hacer el experimento de contemplar las identidades individuales y colectivas, y por consiguiente las culturas, de la misma manera que se enfrentan las teorías científicas. Cuestionando y explorando incesantemente en busca de los significados reales, negando cuanto resulte perjudicial y exaltando lo beneficioso. Quizá después de desechar la estupidez orgullosa que nos impide cambiar de opinión podamos limpiar a la humanidad de sus tonterías, alimentar nuestro conocimiento de sus diferencias y, finalmente, apreciar su esencia dinámica.

viernes, 9 de mayo de 2014

Otro fin se aproxima

Con los años se vuelve un arte; se entrena al ojo a solo ver pasar.

El mundo se alborota pero se escucha lejano, desinteresado, ajeno.


El alma se hace ligera, el más leve suspiro la eleva. El cuerpo, al contrario, se hace pesado, rígido. 


El aprecio a la vida cambia, su valor se esfuma (y no se extraña). Con ella se van muchos sueños e ilusiones, dejando su vergonzosa mancha en la memoria. Se pudre lentamente, llevándose otros muchos sentimientos pasados, elevándose en vapores fétidos; aliviando toscamente el peso de una mente abrumada.


La esperanza se desvanece; otro fin se aproxima.

martes, 22 de abril de 2014

miércoles, 9 de abril de 2014

Extracto de "Ficción": Experiencias de Tercer Mundo

Él

Su cuerpo fue encontrado sin rastro de violencia, incluso con cierta paz, sentado frente a la antigua mesa que usaba como escritorio. Sobre esta reposaba un cuaderno, abierto a la primera página, titulada: “Lo que no fui”.

El reflejo de la última expresión aun habitaba su rostro, una combinación de serenidad y satisfacción. Parecía que había deseado ese final, o al menos en ese momento había alcanzado sus expectativas. Aparentemente recién bañado, solo vestía ropa interior: calcetines, calzoncillo y camiseta; el resto de la ropa, la que regularmente usaba para trabajar, le rodeaba tirada en el suelo, como reptil que ha mudado de piel. No olía a muerte.

La vida era plana y, aunque la rutina y el tedio se habían apropiado de su tiempo, insistía en decir que todo iba bien. Cada mañana se levantaba impulsado por una extraña sensación de responsabilidad, realmente no le importaba mucho su trabajo, pero ya se había acostumbrado a vivir así; el trabajo no era siquiera un medio de supervivencia, simplemente pensaba que esa era la forma correcta en la que una persona debía vivir. Sus aspiraciones profesionales las manejaba igual, no era cuestión de perseguir una vocación, sino de ser responsable y tener un trabajo digno; valores que había aprendido de sus padres. Además, el pasado le había dejado claro que no era más que un hombre promedio viviendo en un mundo promedio; y que la definición de éxito apropiada para alguien como él sería vivir más allá de los 60 y criar hijos para alimentar el ciclo.

Hacía muchos años que estaba con ella. Desde muy temprano en la relación se dio cuenta que con ella se quedaría. Solamente tuvo que seguir los pasos determinados. Por alguna extraña razón -algo que él consideraba un error de juicio- ella decidió igual. Probablemente nunca comprendió el verdadero significado del amor; su forma de valorar las relaciones humanas no coincidía con las descripciones de los demás. Aun así, ella era su mayor y más efectiva fuente de felicidad.

Ocasionalmente su visión del mundo le impedía desenvolverse en la sociedad, aunque generalmente no representaba mayor obstáculo. Toda su concepción del mundo era una abstracción de la realidad, le gustaba pensar que veía todo desde una perspectiva artística.  

Antiguo Trabajo

Algo, que podría ser tomado como una mala decisión, lo llevó a buscar trabajo. Por casualidad y sin considerable esfuerzo lo consiguió. La cochambrosa dulzura del dinero se impregnó en su vida, iniciando un círculo vicioso cuyo rompimiento suele acarrear falsos y violentos sufrimientos. Como el chico obediente y responsable que fluye sin trabas por la primaria, fue su trayectoria por ese lugar. Los ascensos, más que reconocimientos parecían simplemente el grado siguiente. Así mismo, tal como en las instituciones educativas, el día de graduación llegó, la educación se quedó pequeña. Abandonó el lugar con una sensación de victoria truncada por la siempre presente nostalgia humana y el terror a la incertidumbre; inconscientemente influenciado por la sombra de su embrutecedora formación cristiana que le suspiraba pensamientos de esperanza, ocultando la inminente desolación que se aproximaba.



La vida le ofreció un atisbo a la plena libertad. Por una corta temporada estuvo suspendido dentro de la realidad, permitiéndose experimentar un total desapego a todo tipo de responsabilidades, entregándose al enriquecimiento egoísta de sus conocimientos. Destruyendo una parte importante de la viciada sistematización que en otro tiempo se había apoderado de su pensamiento.

viernes, 28 de marzo de 2014

Autodestrucción

Tengo un constante disgusto por las construcciones simbólicas, características de las culturas, que dan un sentido de pertenencia. Más aun cuando se adoptan símbolos sin la mínima idea o interés por su significado original. Pero al final de cuentas, cada quien puede inventar su propia realidad. Entonces, ¿por qué habría de molestarme?

Yo mismo soy un licuado intragable de ideologías y retazos de nociones culturales. Nacido y criado en Guatemala. Estratificable como clase media acomodada. No sé si por gracia de un demonio o desgracia de algún santo, educado en un colegio de clase alta (muestra del devoto esfuerzo de mis padres [sinceramente agradecido por el esfuerzo, en caso que este texto llegue a ustedes]). En plena adolescencia se modificó parcialmente mi situación civil de ciudadano a residente/ciudadano, tras reclamar exitosamente la nacionalidad de mi abuelo. Posterior a eso se presentó el requisito de decidir la ruta por la que se encaminaría mi progreso personal y desarrollo profesional. Consecuente a mi dificultad para decidir, resulté arrojado al sistema laboral, para aprender la “importancia de una profesión”. Tras esto, como parte de mi proceso de maduración, estalló una crisis espiritual que terminó de devastar las tambaleantes fantasías que, a mis ojos, sostienen toda religión. Finalmente, después de cerca de ocho años deliberando, fui capaz de decidir hacia donde quería dirigir mis esfuerzos profesionales. Dos años después me casé.

Todas estas cosas, en vez de sumar a mi identidad, me dan la sensación que la diluyen. Como si no he tenido la oportunidad, en ningún momento, de tomarme el tiempo suficiente para digerir las experiencias, comprender lo que sucede en mi entorno, comprender cómo todo esto me afecta y, finalmente, conformarme. Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con los símbolos culturales y sus significados y el sentido de pertenencia? Sencillamente todo.


Concentrémonos en el evento casual de mi nacimiento. No recuerdo cual es el término políticamente correcto, pero soy un ladino – o mestizo – nacido en Guatemala. Un país post-colonizado que se ha quedado encerrado en múltiples círculos de sub-colonización; un país con tanta diversidad que ni la más infame desgracia logró unificar, ya fuera por resistencia o sumisión; un país en el que todos se consideran ajenos mientras recitan plegarias de solidaridad. Como consecuencia obvia, uno se ve forzado a integrarse a una de estas fracciones en las que se ha pulverizado el significado de la hegemonía. Se hace necesario combatir y reprimir partes fundamentales del individuo en este proceso. Me atrevo a decir que, en nuestro intento de formar parte de una noción de cultura, nos autodestruimos. Y eso simplemente es patético, que en su proceso de construcción, uno se destruya.

viernes, 14 de febrero de 2014

Habladurías dispersas (anti) Culturales

     Son dos las formas como se comprende la palabra cultura: por un lado es el cúmulo de conocimientos y valoraciones que la humanidad ha cosechado a lo largo de su historia; por otro se entiende como una serie de elementos, creencias, prácticas y tradiciones que identifican a una comunidad, diferenciándola y quizá destacándola del resto de la humanidad. Comparto plenamente la primera acepción, más no la segunda; y es que la cultura, vista de esta forma, se me antoja una ilusión comparable a las religiones y movimientos políticos (obviamente en vastas proporciones), que no son más que la expresión del narcisismo humano que intenta apropiarse de una forma particular de comprender su realidad, considerarla como la única correcta y creerla superior.
     
     Encuentro tantos problemas con esto que no sé por dónde empezar. Talvez sería bueno intentar aclarar el punto de vista desde donde quiero creer que lo veo: me considero un apátrida aculturado; rechazo ser determinado por cualquier “cultura” que no sea la humanidad (aunque sé que, lamentablemente, estoy fuertemente influenciado por los prejuicios bajo los que he sido educado).
     
     Habiendo establecido eso, pienso que, culturalmente, para que exista fricción es requerido que dos cuerpos se opongan. Y quizá acaricie lo romántico al decir que lo único que identifica universalmente a las personas es su condición de humanidad, aunque sea cierto que hay diferencias, tan solo son superficiales. Nada más erróneo que pretender que las convicciones propias son las únicas correctas y, por tanto, el resto de la humanidad está equivocada. Empezando por que la mayoría, si no todos los elementos, prácticas, tradiciones, etc., de las denominadas culturas no son más que el resultado inevitable de la adaptación al medio en el que habitan: por ejemplo, su dieta, sus creencias y hasta su ciclo de vida son determinados por el ambiente en el que se desarrollan; influyendo incluso su aspecto físico, su noción de belleza y su valoración estética, todo esto se origina ahí.
     
     Para ponerlo en otras palabras, entiendo esta otra acepción de “cultura” como un mecanismo de control más. Al intentar impermeabilizar una cultura se produce un estancamiento. Es solo a través del intercambio cultural que los horizontes se expanden, ya que cada individuo que cosecha conocimiento desde su situación particular entrega a la humanidad una perspectiva que amplía las posibilidades y capacidades de comprensión de la misma humanidad. 
     
   ¿Qué importancia tiene rescatar cuál identidad, cuál cultura? ¿La de mis antepasados, acarreando sus prejuicios y equivocaciones? ¿Para qué? Mejor aprendo de cada quien lo que valore correcto, y aunque tal valoración esté influenciada por mi crianza, como no considero ninguna convicción infalible, se podrán destruir valoraciones hasta sus cimientos, descubriendo sus desviaciones y quizá creando nuevas desviaciones. Al final de cuentas, la cultura no es más que otro intento de la humanidad por justificar su existencia, o talvez no.



     Finalmente, lo que quiero decir con esto es que no comparto (y bien podría decir que talvez no entiendo) la necesidad de diferenciar y delimitar a las personas por culturas. Las diferencias están ahí, pero no caracterizan al individuo como individuo, sino como habitante de una cierta comunidad, en la que casualmente se vive de cierta manera, porque así ha sido como mejor lo han pensado.