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sábado, 23 de abril de 2016

De balas y breves nubes blancas

Hoy amanecí cansado, la balacera de anoche no me dejó dormir bien. Más que cansado, amanecí tarde; sé que solo me levanté por la insistencia de los perros exigiendo desayuno. Peligrosamente adormitado les sirvo su comida. Luego bajo las gradas, aumentando el peligro. El susto no me despierta, conozco el camino. Saco un plato hondo y mis botes de cereal. ─¡Mierda!... se acabó la miel.─ Seco será. Los dejo en la mesa mientras pongo a calentar agua para hacer café.

El calor desgraciado de esta época no escapó durante la noche. Por un pequeño orificio en la ventana se cuela una correntada de la brisa de la madrugada; inmediatamente la abro, para que entre algo de esa frescura que aún vagabundea por el patio.

Preparo el café, sirvo el cereal y me siento a comer. ─Tampoco hay fruta.─ La corriente me traiciona por momentos, invitando a entrar ráfagas ferrosas y ardientes. Agradezco lo que me logró refrescar y retomo la rutina.

Con el café aún intomable subo a mi oficina. Me siento, abro la computadora y escribo por un rato. El cansancio apenas me deja pensar. Anoto puras estupideces de diario de adolescente frustrado. Cierro el documento y abro el explorador para empezar a trabajar, a hurgar en la vastedad del Internet y de las redes sociales en busca de algún artículo interesante.

Me topo con un post de un noticiero, empieza a correr un video tomado de una cámara de seguridad. La escena es una intersección en cualquier barrio de la ciudad. En el extremo superior se ve movimiento: gente sale corriendo. De pronto aparece un carro, se hace a la orilla, se abren las puertas, bajan unos hombres y se dirigen al extremo derecho de la escena. Se ven unas cuantas breves nubes blancas, vuelven al carro y se van. Se corta la imagen, inmediatamente empieza a correr otra grabación, también de una cámara de seguridad. Aparece un hombre corriendo, detrás de él viene un carro, del mismo color del que se mostraba en la otra escena, el hombre que iba corriendo cae al suelo, casi al centro del encuadre. Parece ser otro ángulo de la misma escena (esto lo confirman los comentarios en el post). Dos hombres salen del carro, se acercan al que está en el suelo, breves nubes blancas salen de sus manos. Regresan al carro mientras el hombre permanece en el suelo, inmóvil. Se corta la imágen. ─¡Qué grotesco!─

El café aún está muy caliente. Sigo navegando. Encuentro mil estupideces pero nada útil. Una brisa mueve la cortina de mi ventana. La levanto y descubro dos pequeños agujeros en el vidrio. Me molesto con la insistencia del viento, abro la ventana; estoy abierto a cualquier esperanza de frescura en estas condiciones. Así se me va la mañana, cocinándome lentamente.

Medio día. Los perros exigen comida, los perros reciben comida. Bajo a almorzar. Al terminar me doy cuenta de que no he terminado de despertar. Empiezo a pensar en cerrar las ventanas, más que refrescar parece que solo dejan entrar más calor. Una ducha fría me haría bien, pero no tengo suficiente fuerza para hacerlo.

El día de trabajo aún no termina, sigo espulgando la red. Otro noticiero, otro video que empieza a correr. De nuevo la perspectiva de la cámara de seguridad, esta vez la escena es un estacionamiento en un pequeño comercial de cualquier calle de la ciudad (resulta ser de una ciudad vecina; el escenario es el mismo). Breve nube blanca y cae un hombre. Se agita el ambiente, carros se mueven y aparecen varios hombres. Se les ve tensos, nerviosos, manos juntas y brazos estirados. La calidad de la imagen es bastante pobre como para distinguir detalles. Cambia la escena: el interior de un local, algo como un pequeño restaurante. Dos sujetos entran, agitados; parecen estar molestos. Empiezan a hablar con un hombre de camisa azul que se esconde bajo una mesa. Intercambian palabras, uno de los individuos le toma de la camisa y lo hace a un lado. Supongo que discuten, pues decir que conversan no parece adecuado. El segundo sujeto dirige sus brazos en dirección al hombre de azul, breve nube blanca y este se desploma. Salen del local. Cambio de cámara, de nuevo al estacionamiento. Se suben a distintos carros y se van. Sigo navegando, aún hay más contenido por encontrar.

Eventualmente termina el día. Cena para los perros, cena para mí. Me voy a la cama y abro un libro. Siento como si nunca me desperté. Cierro el libro, apago la luz y me acuesto a dormir. A lo lejos se escuchan balazos. ─Estos desgraciados no me dejarán dormir otra vez.─


jueves, 2 de abril de 2015

Balbuceos íntimos (10 de diciembre de 2014)

Dos shots de aguardiente, un Marlboro Rojo y un par de minutos de sol anteceden el ejercicio. Son las once de la mañana y me impongo la tarea de escribir hasta la una de la tarde. Desde entonces no habré de levantarme de esta silla por mi voluntad.

Me pregunto si el formato digital será el apropiado para esta primera etapa de escritura o si debería inclinarme por el físico. Sirva esto de prueba.

Ha pasado mucho tiempo sin que dedique bastante esfuerzo, formalmente, para extraerme palabras. En un primer momento detecto el beneficio del medio digital, pues me permite corregir más libremente, más limpiamente, lo que anoto. Aquí, en vez de tachones, puedo volver y cambiar lo que sea que había escrito. ¿Es esto realmente un beneficio o más bien una forma muy básica de autocensura? Aún no lo sé.

La escritura a mano revela, de una forma más visceral y simultáneamente más transparente, el sentimiento que acarrean las oraciones. Como en esos momentos en los que, al ser golpeado por una idea concisa, la pluma, el lápiz, o lo que sea, vuela. La caligrafía se deforma, la fuerza del pulso la recibe el papel y las palabras se escogen con más prisa ─aunque lamentablemente, estos rasgos solo se pueden percibir al leer en ese mismo formato─. En fin, el papel incita una forma distinta de sinceridad. Como mencionaba anteriormente, es más visceral.

Siento algo de frío, pero buscar un sudadero implicaría levantarme; eso está vedado. La ventana está ligeramente abierta, y aunque cerrarla no necesariamente requeriría levantarme, si me obligaría a despegar mis dedos del teclado. Entonces se hace necesario replantear la restricción: en vez de obligarme a mantenerme sentado, quizá sea más acertado establecer la restricción de mantenerme al alcance del teclado; eso sería más estricto, tal vez me asista en la formación de una disciplina más útil, pues es innegable la necesidad de, eventualmente, tomar algo de agua u otras necesidades requeridas.

Han pasado cerca de quince minutos y decido que no debo volver a revisar la hora. He programado una alarma que me hará saber cuando la hora para terminar llegue. Mientras tanto, habré de soportar toda incomodidad que pueda presentarse, como el frío que ahora invade mis pantorrillas y el ligero dolor de espalda que empieza a manifestarse.

Como parte de la ambientación he puesto a correr una lista de música. Me pregunto si habría de permitirme manipularla, o si debo tolerar sin mucha consideración el volumen o las canciones que puedan surgir.

Pero pasemos a otro asunto, que quizá pueda resultar más fructífero. Esta mañana tuve una conversación en la que se me aconsejó disciplinarme. Es porque, últimamente, o sea desde mediados de la pasada semana, he estado desocupado, en cuanto a tareas obligatorias. En los pasados meses habían sido las tareas de la universidad y los proyectos laborales los que me habían mantenido ocupado. Sin embargo, desde hace ya mucho no he escrito de mi propia inspiración. Aunque ciertamente para los trabajo de la universidad si me permito una expresión bastante más libre, en comparación con los proyectos de trabajo que, aunque inevitablemente reciben algunos destellos muy propios, en términos generales, me son ajenos.

(Primera interrupción involuntaria: tocan a la puerta. Nada. Aparentemente llegué tarde. Al menos me dio la oportunidad de tomar un sudadero que encontré en el camino.)

Volviendo a lo que estaba, hace ya mucho tiempo que no logro centrarme en qué escribir. De hecho, nunca lo he logrado. Por momentos me ataca la ficción. Con ella la intención de escribir una pieza extensa, quizá una novela. Al empezar, y notar las dificultades que implicaría, considero la posibilidad del cuento. Pero pronto me parece infértil el esfuerzo, algunas veces por considerarlo cojo, otras por sentirlo patético. Quizá en el fondo no se esconda nada más que alguna forma de inseguridad.

En otros momentos se me atraviesa la poesía, en la forma de unas cuantas líneas que logran inspirarme cierta admiración. Sin embargo, cuando intento empeñarme en crear nuevas, el sentimiento se me esconde y resulto escupiendo balbuceos llanos en exceso; así que lo abandono.

Finalmente, en un esfuerzo de rigor académico y alimentando la fantasía masturbatoria de una supuesta superioridad intelectual, vuelvo a la filosofía, más bien a intentos filosóficos. Valga decir que esta es mi afición original, mi principal ilusión académica. Al sopesarla, por un lado descubro una ridícula emoción egoísta, pues los círculos que me rodean y, en general, la sociedad en la que me desenvuelvo, encuentran risible el esfuerzo filosófico. De esta manera se denigra el esfuerzo, en la búsqueda por reconocimiento y alguna gratificación. Adicionalmente, la otra complicación está en la delimitación de un tema, y en descubrirse ignorante ante la vastedad de sus implicaciones.

(Segunda interrupción, de nuevo tocan a la puerta. Esta vez encuentro interlocutor.)

─ ¿No compran pascuas?

─ No. Gracias.─ Respondí.

─ Traigo bonitas pascuas para decorar.

─ No. Gracias.─ Repetí

Aprovecho para buscar unas galletas. Pan de lembas: unas champurradas de soya en las que encuentro una agradable sensación de satisfacción.

(Tercera interrupción, suena el teléfono, es Chente.)

─Vos cerote, acabo de ver un drone en una tienda por aquí. Dos mil quinientos pesos, pero trae cámara. ¡Está bonita la mierda!

Después de una risa cómplice, respondí:

─Papa, ¿estás pensando hacer una travesura?

─¡No, que putas! Sólo te estoy contando. Que estoy dando unas vueltas aquí por Las Américas y lo vi. ¡Esta bonita la mierda!

Luego le pregunté que hacía por ahí y me contó que estaba por el aeropuerto viendo unas cosas de la oficina, y que pasó a comprar unas salsas para el pavo de navidad. En fin, entre promesas y esperanzas de vernos el fin de semana, terminó la conversación.

Mi papá. Un tipo espléndido que jamás abandonó la ilusión por los juguetes.

Una alarma imprudente me recuerda que ya son las doce del medio día. Internamente me hago un negocio sucio. Ya pasé una hora aquí sentado. Tomaré otra hora después del almuerzo. Voy a interrumpir la escritura. Voy a leer por una hora, luego me tomaré otra hora para almorzar y después, otra hora para escribir. Tengo helados los pies.

La segunda parte será a mano.