jueves, 18 de julio de 2019

Un cretino de pasajero

Hace unos días empecé a leer un compendio de cuentos de Bukowski y su simpleza me resulta inspiradora. El tono escatológico parece casi adolescente, pero el manejo tan indiferente lo rescata.

Hace mucho, también, que no escribía con un vaso de whiskey al lado. No es de la mejor calidad pero el calor que me lleva a las tripas es real. Cumple su función. Esta noche estoy solo, Ale se fue a dar una charla a otra ciudad y vuelve hasta mañana por la tarde.

Así me encuentran las nueve de la noche, con whiskey al lado y los dedos somatando el teclado. Aprendí a escribir así por trabajar en una aerolínea. Creo que tiene que ver con la sensación de capacidad que proyecta quien hace las cosas rápido, y resolver asuntos rápido en ese mundo generalmente se demuestra tecleando frenéticamente. La somatada de las teclas resulta de la extensión del impulso.

¡Tac! ¡Tac! ¡Tac!, entre el murmullo de ese baile locuaz por las letras, terminando por un «son quinientos sesenta y cuatro dólares. ¿Desea que haga el cargo en dólares o en quetzales?». La agilidad es una buena forma de manejar las objeciones.

En fin, ahora escribo así, somatando, pero no ayuda en nada con las objeciones internas. Hace un par de días intenté escribir un cuento. Estuvo un poco difícil. Recién me bajé del Uber y quería relatar lo sucedido. Traía la cabeza algo alborotada pero me picaban los dedos por escribir. Ale no había regresado de su ruta y el silencio de la soledad me acompañaba para escribir. «Debo terminar de aburrirme» me dije. He estado leyendo al respecto y, después de pensarlo un poco, recuerdo momentos en los que funcionó. El aburrimiento pone a trabajar la cabeza, es la mejor forma para construir historias. Así que me senté. El problema fue que se me atravesó una idea en la cabeza y tuve que hacer una llamada. Necesitaba saber si mi mamá todavía tenía guardada alguna de las máquinas de escribir de una tía.

Quería hacer el experimento. Es que, junto con el aburrimiento, escribir en un medio análogo es un buen ejercicio. Sucede que al escribir en computadora se hace muy difícil soportar el impulso por editar, esto interrumpe el proceso creativo y no hay nada más dañino para el mentado proceso creativo que las interrupciones. Es algo que me ha causado muchas discusiones y disgustos; a veces es difícil ocultar la molestia que causa una interrupción, y eso es un problema cuando uno vive en un mundo lleno de otras personas que no les importa una mierda o simplemente no saben que uno está sumergido en uno de esos momentos.

Cogí el teléfono, respondió mi mamá. Una pregunta de unos segundos detonó una conversación de casi un cuarto de hora. Sí tenía las máquinas, eran dos; una eléctrica y una mecánica. Prefiero la eléctrica, supongo que debe ser más rápida y menos bulliciosa. Este próximo fin de semana haremos tiempo para que las recoja o me las traigan.

Inmediatamente después de colgar la llamada me senté a escribir. No llené una página cuando empezaron a ladrar los perros porque el portón se estaba abriendo: Ale había llegado. Quedarme encerrado en el estudio en un momento como ese ya no es una opción, estamos trabajando en mejorar nuestro matrimonio y todas esas ocasiones hay que aprovecharlas para compartir. Terminé la línea en la que estaba y fui con ella. Conversamos un poco pero el cansancio y los dolores la tenían de mal humor y corta de palabras. Se acostó y se quedó dormida. Yo aproveché para ir por mi cuaderno y terminar de escribir el pequeño relato a mano. Lo transcribo (ligeramente editado) a continuación:


Fue un jueves de Uber y hay demasiados cables en mi escritorio. Los cables son parte desorden y necesidad, quizá también una cuestión de tiempo, del momento oportuno. Lo del Uber sí fue por necesidad; eso y un poco de conveniencia. Lo innecesario fue la conversación, un poco incómoda aunque oportuna si consideramos las deplorables condiciones de vida en Guate.

Todo empezó con un par de zigzagueos que me pusieron un poco nervioso. El piloto buscaba algo entre los asientos; si hubiera sido un poco más paranoico me habría preocupado de que sacara un arma, pero no, fue un catálogo.

–Conoce los productos fushion– dijo, con un tono que obviamente ensayaba cuando iba solo en el carro.

–No– contesté, pero dentro de mí dije algo como «¡mierda!».

–Son productos de salud, tés, batidos– y siguió describiendo cosas así, no recuerdo exactamente qué más dijo porque ahí perdí la atención.

Pasé las páginas del catálogo mientras él seguía hablando; tuvo la gentileza de encender la luz, así descubrí que la marca se escribe Fuxion. Yo fingí cortesía. Creo que lo hice bien. Él siguió hablando y de nuevo se lanzó a buscar algo más entre los asientos; para esto yo empezaba a cerrar el librito.

–Tenga una muestra, para que pruebe– dijo, titubeando ligeramente, como si estuviera probando un nuevo discurso o como si se esforzara en recordar el script –es energizante, para combatir el estrés y esas cosas– agregó. Creo que habló también de algo relajante, o quizá eso fue de otro producto.

Di las gracias y dirigí la vista al horizonte, imaginando qué responder si se ponía más agresivo con la venta. En mi cabeza sonaba algo como «No quiero sonar grosero pero, por favor, no me vendás cosas, no voy a comprar». Pero no fue necesario. No sé si leyó mi actitud o si simplemente no era tan agresivo. Pensé que quizá estaba infringiendo alguna política de «no venta en ruta» de Uber y no insistió para que no lo reportara. La cosa es que no jodió más.

Habló un poco del trabajo y que está haciendo esto para compensar los turnos de doce horas que hace transportando cretinos como yo. No quise imaginar su situación, no era necesario. Al menos me sentí bien de no haberlo rechazado con su venta con mi modo tan grosero.

–Que tengás buen turno– le dije, y cerré la puerta.