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jueves, 18 de julio de 2019

Un cretino de pasajero

Hace unos días empecé a leer un compendio de cuentos de Bukowski y su simpleza me resulta inspiradora. El tono escatológico parece casi adolescente, pero el manejo tan indiferente lo rescata.

Hace mucho, también, que no escribía con un vaso de whiskey al lado. No es de la mejor calidad pero el calor que me lleva a las tripas es real. Cumple su función. Esta noche estoy solo, Ale se fue a dar una charla a otra ciudad y vuelve hasta mañana por la tarde.

Así me encuentran las nueve de la noche, con whiskey al lado y los dedos somatando el teclado. Aprendí a escribir así por trabajar en una aerolínea. Creo que tiene que ver con la sensación de capacidad que proyecta quien hace las cosas rápido, y resolver asuntos rápido en ese mundo generalmente se demuestra tecleando frenéticamente. La somatada de las teclas resulta de la extensión del impulso.

¡Tac! ¡Tac! ¡Tac!, entre el murmullo de ese baile locuaz por las letras, terminando por un «son quinientos sesenta y cuatro dólares. ¿Desea que haga el cargo en dólares o en quetzales?». La agilidad es una buena forma de manejar las objeciones.

En fin, ahora escribo así, somatando, pero no ayuda en nada con las objeciones internas. Hace un par de días intenté escribir un cuento. Estuvo un poco difícil. Recién me bajé del Uber y quería relatar lo sucedido. Traía la cabeza algo alborotada pero me picaban los dedos por escribir. Ale no había regresado de su ruta y el silencio de la soledad me acompañaba para escribir. «Debo terminar de aburrirme» me dije. He estado leyendo al respecto y, después de pensarlo un poco, recuerdo momentos en los que funcionó. El aburrimiento pone a trabajar la cabeza, es la mejor forma para construir historias. Así que me senté. El problema fue que se me atravesó una idea en la cabeza y tuve que hacer una llamada. Necesitaba saber si mi mamá todavía tenía guardada alguna de las máquinas de escribir de una tía.

Quería hacer el experimento. Es que, junto con el aburrimiento, escribir en un medio análogo es un buen ejercicio. Sucede que al escribir en computadora se hace muy difícil soportar el impulso por editar, esto interrumpe el proceso creativo y no hay nada más dañino para el mentado proceso creativo que las interrupciones. Es algo que me ha causado muchas discusiones y disgustos; a veces es difícil ocultar la molestia que causa una interrupción, y eso es un problema cuando uno vive en un mundo lleno de otras personas que no les importa una mierda o simplemente no saben que uno está sumergido en uno de esos momentos.

Cogí el teléfono, respondió mi mamá. Una pregunta de unos segundos detonó una conversación de casi un cuarto de hora. Sí tenía las máquinas, eran dos; una eléctrica y una mecánica. Prefiero la eléctrica, supongo que debe ser más rápida y menos bulliciosa. Este próximo fin de semana haremos tiempo para que las recoja o me las traigan.

Inmediatamente después de colgar la llamada me senté a escribir. No llené una página cuando empezaron a ladrar los perros porque el portón se estaba abriendo: Ale había llegado. Quedarme encerrado en el estudio en un momento como ese ya no es una opción, estamos trabajando en mejorar nuestro matrimonio y todas esas ocasiones hay que aprovecharlas para compartir. Terminé la línea en la que estaba y fui con ella. Conversamos un poco pero el cansancio y los dolores la tenían de mal humor y corta de palabras. Se acostó y se quedó dormida. Yo aproveché para ir por mi cuaderno y terminar de escribir el pequeño relato a mano. Lo transcribo (ligeramente editado) a continuación:


Fue un jueves de Uber y hay demasiados cables en mi escritorio. Los cables son parte desorden y necesidad, quizá también una cuestión de tiempo, del momento oportuno. Lo del Uber sí fue por necesidad; eso y un poco de conveniencia. Lo innecesario fue la conversación, un poco incómoda aunque oportuna si consideramos las deplorables condiciones de vida en Guate.

Todo empezó con un par de zigzagueos que me pusieron un poco nervioso. El piloto buscaba algo entre los asientos; si hubiera sido un poco más paranoico me habría preocupado de que sacara un arma, pero no, fue un catálogo.

–Conoce los productos fushion– dijo, con un tono que obviamente ensayaba cuando iba solo en el carro.

–No– contesté, pero dentro de mí dije algo como «¡mierda!».

–Son productos de salud, tés, batidos– y siguió describiendo cosas así, no recuerdo exactamente qué más dijo porque ahí perdí la atención.

Pasé las páginas del catálogo mientras él seguía hablando; tuvo la gentileza de encender la luz, así descubrí que la marca se escribe Fuxion. Yo fingí cortesía. Creo que lo hice bien. Él siguió hablando y de nuevo se lanzó a buscar algo más entre los asientos; para esto yo empezaba a cerrar el librito.

–Tenga una muestra, para que pruebe– dijo, titubeando ligeramente, como si estuviera probando un nuevo discurso o como si se esforzara en recordar el script –es energizante, para combatir el estrés y esas cosas– agregó. Creo que habló también de algo relajante, o quizá eso fue de otro producto.

Di las gracias y dirigí la vista al horizonte, imaginando qué responder si se ponía más agresivo con la venta. En mi cabeza sonaba algo como «No quiero sonar grosero pero, por favor, no me vendás cosas, no voy a comprar». Pero no fue necesario. No sé si leyó mi actitud o si simplemente no era tan agresivo. Pensé que quizá estaba infringiendo alguna política de «no venta en ruta» de Uber y no insistió para que no lo reportara. La cosa es que no jodió más.

Habló un poco del trabajo y que está haciendo esto para compensar los turnos de doce horas que hace transportando cretinos como yo. No quise imaginar su situación, no era necesario. Al menos me sentí bien de no haberlo rechazado con su venta con mi modo tan grosero.

–Que tengás buen turno– le dije, y cerré la puerta.

martes, 25 de julio de 2017

Los niños de la tierra (un anexo)

Amanece en esta playa rocosa. El mar se columpia tranquilo, adormitado. El calor también descansa, el sol aún lo guarda. 

Las piedras no, ellas nunca duermen, viven rígidas y con el filo expuesto. No son malas, solo se defienden: su vida es demasiado larga y todo cuanto existe las corroe, las rasga; solo intentan extender su vida. Es precisamente en el filo donde se les ve la edad y el deseo de imponerse, según sea más severa la arista es más joven la piedra, más insolente, más recia. Y esta cuestión de la edad, en las piedras, no mide precisamente un tiempo cronológico, sino uno experiencial: al ritmo pautado por la hostilidad o nobleza del ambiente. Aquellas más maduras y sabias ocultan el filo, camuflándose ante las dificultades, haciéndose líquidas y compactas. 

Aquí las piedras demuestran cómo el tiempo experiencial puede variar su ritmo en un mismo lugar. En pocos metros de playa puede notarse que su paso se difumina al compás de las olas y del viento y que en algunas secciones parece haberse detenido. En una de ellas me detengo, o quizá es ella la que me detiene a mí. 

Mi respiración se hace profunda, muy profunda. Mis latidos lentos y suaves. Mi mente se desvanece poco a poco. Mis pies se tornan pesados, mi sangre se enfría y mis vísceras se mineralizan. Me vuelvo rígido, inmóvil, cerca de eterno. Mi cabello se hace denso, todos los vellos de mi cuerpo se hacen densos, incrustándose con violencia en mi piel. Mis ojos se sellan. Los sonidos del viento y el bamboleo del mar enmudecen. La brisa marina se torna agresiva, peligrosa, eufórica, como celebrando una victoria trascendental, el mar crece para sujetarme los pies; juntos me hacen caer de bruces, me astillo. 

El mar, el viento y ahora el sol, inician su fatal consuelo, acariciándome, puliéndome los filos. El tiempo retoma su paso.

sábado, 23 de abril de 2016

De balas y breves nubes blancas

Hoy amanecí cansado, la balacera de anoche no me dejó dormir bien. Más que cansado, amanecí tarde; sé que solo me levanté por la insistencia de los perros exigiendo desayuno. Peligrosamente adormitado les sirvo su comida. Luego bajo las gradas, aumentando el peligro. El susto no me despierta, conozco el camino. Saco un plato hondo y mis botes de cereal. ─¡Mierda!... se acabó la miel.─ Seco será. Los dejo en la mesa mientras pongo a calentar agua para hacer café.

El calor desgraciado de esta época no escapó durante la noche. Por un pequeño orificio en la ventana se cuela una correntada de la brisa de la madrugada; inmediatamente la abro, para que entre algo de esa frescura que aún vagabundea por el patio.

Preparo el café, sirvo el cereal y me siento a comer. ─Tampoco hay fruta.─ La corriente me traiciona por momentos, invitando a entrar ráfagas ferrosas y ardientes. Agradezco lo que me logró refrescar y retomo la rutina.

Con el café aún intomable subo a mi oficina. Me siento, abro la computadora y escribo por un rato. El cansancio apenas me deja pensar. Anoto puras estupideces de diario de adolescente frustrado. Cierro el documento y abro el explorador para empezar a trabajar, a hurgar en la vastedad del Internet y de las redes sociales en busca de algún artículo interesante.

Me topo con un post de un noticiero, empieza a correr un video tomado de una cámara de seguridad. La escena es una intersección en cualquier barrio de la ciudad. En el extremo superior se ve movimiento: gente sale corriendo. De pronto aparece un carro, se hace a la orilla, se abren las puertas, bajan unos hombres y se dirigen al extremo derecho de la escena. Se ven unas cuantas breves nubes blancas, vuelven al carro y se van. Se corta la imagen, inmediatamente empieza a correr otra grabación, también de una cámara de seguridad. Aparece un hombre corriendo, detrás de él viene un carro, del mismo color del que se mostraba en la otra escena, el hombre que iba corriendo cae al suelo, casi al centro del encuadre. Parece ser otro ángulo de la misma escena (esto lo confirman los comentarios en el post). Dos hombres salen del carro, se acercan al que está en el suelo, breves nubes blancas salen de sus manos. Regresan al carro mientras el hombre permanece en el suelo, inmóvil. Se corta la imágen. ─¡Qué grotesco!─

El café aún está muy caliente. Sigo navegando. Encuentro mil estupideces pero nada útil. Una brisa mueve la cortina de mi ventana. La levanto y descubro dos pequeños agujeros en el vidrio. Me molesto con la insistencia del viento, abro la ventana; estoy abierto a cualquier esperanza de frescura en estas condiciones. Así se me va la mañana, cocinándome lentamente.

Medio día. Los perros exigen comida, los perros reciben comida. Bajo a almorzar. Al terminar me doy cuenta de que no he terminado de despertar. Empiezo a pensar en cerrar las ventanas, más que refrescar parece que solo dejan entrar más calor. Una ducha fría me haría bien, pero no tengo suficiente fuerza para hacerlo.

El día de trabajo aún no termina, sigo espulgando la red. Otro noticiero, otro video que empieza a correr. De nuevo la perspectiva de la cámara de seguridad, esta vez la escena es un estacionamiento en un pequeño comercial de cualquier calle de la ciudad (resulta ser de una ciudad vecina; el escenario es el mismo). Breve nube blanca y cae un hombre. Se agita el ambiente, carros se mueven y aparecen varios hombres. Se les ve tensos, nerviosos, manos juntas y brazos estirados. La calidad de la imagen es bastante pobre como para distinguir detalles. Cambia la escena: el interior de un local, algo como un pequeño restaurante. Dos sujetos entran, agitados; parecen estar molestos. Empiezan a hablar con un hombre de camisa azul que se esconde bajo una mesa. Intercambian palabras, uno de los individuos le toma de la camisa y lo hace a un lado. Supongo que discuten, pues decir que conversan no parece adecuado. El segundo sujeto dirige sus brazos en dirección al hombre de azul, breve nube blanca y este se desploma. Salen del local. Cambio de cámara, de nuevo al estacionamiento. Se suben a distintos carros y se van. Sigo navegando, aún hay más contenido por encontrar.

Eventualmente termina el día. Cena para los perros, cena para mí. Me voy a la cama y abro un libro. Siento como si nunca me desperté. Cierro el libro, apago la luz y me acuesto a dormir. A lo lejos se escuchan balazos. ─Estos desgraciados no me dejarán dormir otra vez.─


miércoles, 24 de febrero de 2016

Dónde caer muerto (otro extracto)

El día siguiente lo encontró igual, acostado en su cama pensando y sin intenciones de ir a trabajar. 

Lo difícil era la renta y la comida, eso era lo caro de vivir. El celular y el cable los podía abandonar, vender la tele de paso. Electricidad solo para cocinar y agua para bañarse eventualmente, pero de eso no se tenía que preocupar porque estaban incluídos en la renta. El agua para beber la incluía en sus gastos de comida. Así que, en fin, lo que necesitaba era lograr la renta.

Pensó que lo podría hacer era ir vendiendo todas sus cosas poco a poco, para cubrir con eso la renta. Después de pasar inventario, hipotéticamente, si lograba vender todo, le daría para dos, o talvez tres meses. Tres meses sería demasiado si moría hoy o mañana, pero no alcanzaría si llega a vivir treinta años más. Lo bueno era que al menos tenía dónde caer muerto.

La otra opción era usar ese dinero para comprar algo que pudiera vender, pero nunca se consideró a sí mismo como un prodigioso empresario, de hecho, el proyecto que estaba desarrollando se hundió en el pasado, sumergiéndose en las oscuras lagunas de su memoria. Escogía mejor no pensar en eso, solo era fuente de depresión. Mejor recordó a su hermano y supuso que estaría disfrutando una elegante cena en un lujoso comedor en medio Atlántico. Supo que tenía hambre. 

Finalmente se levantó de la cama y en el camino a la cocina, más bien, en el par de pasos que le llevaban a la cocina, luego de una rápida mirada al resto de su apartamento, se dió cuenta de lo fácil que sería mantener el lugar limpio si estuviera vacío, si sacara todas esas cosas que realmente no usaba. El sofá había pasado meses sin que nadie lo ocupara hasta la noche anterior, cuando el borracho lo abrazó durante toda la noche, derramando sus fluidos en sus arrugadas curvas. El sillón que estaba enfrente solía mantenerse apuñuscado en su cuarto, lo usaba solo para ver la televisión. Pero en esta nueva vida, sin televisión, podía prescindir también del sillón. La mesa del comedor tenía cuatro sillas, y solo servía para poner papeles y demás chunches. Lo mejor sería deshacerse del juego de comedor también; quizá sustituirlo por una pequeña mesa y una sola silla, o talvez un banco, si es más barato. No, más bien, lo que necesita es un banco alto, y así puede usar el top de la cocina como su mesa. Mejor así, no necesita más. Abrió uno de los gabinetes para sacar un plato, vió que tenía dos juegos completos, de cuatro puestos cada uno. Ya no recordaba de dónde habían salido, si los había comprado o se los habían regalado. Parecían regalo de convivio del trabajo. Maldito trabajo, nunca quería regresar; seguramente ya no lo haría. Tampoco necesitaba tantos platos, de hecho, un plato ondo podría servirle para todo, un tenedor, una cuchara y un cuchillo. También tenía demasiados más cubiertos de los que necesitaba. Se desharía de todo eso y buscaría cubiertos individuales en alguna paca. Si iba a ser el único cuchillo que tendría, mejor si tiene buen filo, así lo puede usar para cocinar también. La vida definitivamente sería mejor así, teniendo uno de cada cosa, no más de lo estrictamente necesario. 

Se sirvió un poco de cereal, abrió la refrigeradora, apenas quedaba leche. Se lo comió en seco. Volvió a su cuarto, se sentó al pie de la cama y comió. Con la mirada perdida en la ventana engañó al hambre.

sábado, 20 de febrero de 2016

Abnegación

Es difícil ser y vivir al mismo tiempo. Vivir exige desligarse de ser: negarse. Para algunos se presenta la alternativa: aceptar su negación, abnegarse; renunciar a sí, anularse; hacerse mercancía, venderse y en el proceso comprarse una ficción, imaginarse, inventarse: dibujarse una máscara ─pegársela con lágrimas─ y procurar ensayar una sonrisa: sincera, externa, real.

La sustancia es vacío, la esencia ilusión.

Para algunos ser exige abandonar la posibilidad de vivir ─a falta de balance, o por la insatisfacción de la ficción─.

miércoles, 17 de febrero de 2016

Escape frustrado



Así estoy aquí, en el centro de todo esto, 

sin aportar suficiente e intentando minimizar la carga que represento.

     Quiero hacerme aire, esfumarme,
            hacerme humo y flotar sobre todo esto,
            hacerme ligero, levantarme;
                 ser como esa nube de ceniza que mancha el paisaje,
─reminiscente de buenos y malos momentos─,
                 ser la ausencia presente.

                 Así desperdigarme,
                 atravesar el aire, cubrir el mundo, marcarlo
─siempre ausente, siempre presente─;
                 ser esa nube que mancha, 
   y que se recojan mis residuos,
     que se enfrasquen
     que se desechen.
     Que mi paso haga evidentes las huellas,
     muestre los pasos de la gente
     y los rumbos que esconden.

Pero este cuerpo es muy pesado,
este polvo es muy denso,
esta ceniza es impura.

viernes, 22 de enero de 2016

Ausencia forzada



Un río extraído de su cauce, expulsado al encierro oceánico, diluído en la vastedad.

La tierra que fertilizó su abrazo, los pastos que alimentó su andar, se quiebran en lágrimas de polvo.

El paisaje árido de la ausencia, el llanto mudo del pasado, la lucha por no olvidar.

miércoles, 13 de enero de 2016

Dónde caer muerto (extracto)

Hay una paloma de cabeza púrpura, como cucurucho en cuaresma ─cabizbajo, penitente, juzgón─, reposada en un árbol del arriate intermedio de la séptima avenida. Lo ve con demasiada insistencia. Él está fumando a la orilla de la calle, frente a los funerales Reforma de la zona 9, adentro velan los restos de su mamá. Es extraño cómo lo más obvio aún toma por sorpresa a las personas. Y está bueno que uno no quiera morirse, pero sorprenderse por la muerte es bastante ilógico; más sorprendente es estar vivo. 

Fue una de esas enfermedades extrañas, de las que la gente ya no se muere en otros lugares porque les acosa la paranoia de la salud y de las que la gente en otros lugares no vive suficiente para padecer; ese punto medio de una especie de post-subdesarrollo prog-regresivo en el que reborbolla el caldo que es Guatemala. 

Lo cierto es que la señora se murió (su propio cuerpo la mató), el papá no se lo esperaba, no tenían nada listo porque como cualquier mortal, prefieren pagar seguro por la posibilidad de una enfermedad, pero no buscarse refugio para la certeza de la muerte; un albergue para el desecho, para los restos. Resulta entonces que en las carreras se endeuda el papá, para que la muerte no lo vuelva a agarrar desprevenido, y compra un paquete funerario. Al menos le hicieron descuento en el servicio urgente. 

Compró un sitio para cuatro ─la cremación estaba muy cara y había que resolver esto cuanto antes, para que su dulzura no apestara─: la difunta, él y sus dos hijos. No sabía si comprar tres o cuatro, porque su otro hijo vive en el mundo, escapó de Guate. Ni siquiera había logrado venir al funeral, ni le daría tiempo de llegar al entierro; trabajaba en cruceros y andaba dando una vuelta por algún polo, no importa cual, lo que importa es que había mucho frío y no tenía cómo volar hasta aquí. 

Tiró la colilla en dirección a la paloma. No se movió, solo gorjeó, viéndolo. Al voltearse escuchó el revoloteo pero siguió su camino, a seguir comiendo panitos y mamando consomé allá donde se chillaba a la nada.

lunes, 19 de octubre de 2015

Los niños de la tierra

En un bosque oscuro un niño se enfrenta a un árbol. Ambos son el centro de un amplio claro; claro por motivos naturales, no por la abusiva mano del hombre. Hace frío, el viento baila, oscilante, estallando en ráfagas heladas que se clavan como púas, breves, punzantes. Pero ni la temperatura ni el clima son problema, no para el niño, no para el árbol, quizá para mí. 

El suelo está colmado de tierra fresca, hojas fugitivas que encontraron en ese claro su descanso, así vuelven a la tierra. Algunas rocas milenarias sobresalen. Lo que parecería, en ellas, timidez, es una densa indiferencia, un exceso de confianza: no necesitan esforzarse por proyectar una imagen, saben cuánto tiempo han estado ahí, saben cuánto tiempo más estarán. Las rocas saben. Sus duros cráneos resguardan el conocimiento inicial, la tierra cuando fue, el nacimiento del tiempo. 

La mirada del niño se hunde en las profundas ranuras de la corteza del árbol, éste guarda la memoria de la vida y la deja escapar por soplos de las fisuras de su cuerpo, por los retoños de su copa y por la fuerza con la que incrusta sus raíces a la tierra. La tierra, a su vez, les da albergue; es cobijo de las rocas y trono del árbol, aposento del conocimiento y sustento de la vida.

Finalmente el niño se mueve, avanza, se acerca al árbol. Ágilmente lo trepa, aferrando sus pequeñas manos a los surcos de la corteza que forman una escalera infinita. El árbol emana un cálido aliento que repele el efecto punzante del viento, la oscura cabellera del niño se enverdece, su piel se hace corteza y sus ropas desvanecen. Sigue trepando hasta alcanzar la copa, se sienta en el extremo más alto. Alza su mano al sol, de su dedo brota un retoño, lo come. 

De nuevo extiende su brazo, para siempre. 

Unos pasos se escuchan desde el interior del bosque. Entrando al claro, pisando hojas fugitivas, tierra fresca y sabias rocas milenarias, una niña avanza para detenerse frente al árbol.

***

El día es gris. En lo más alto de un áspero muro de piedra un niño observa el horizonte infinito. La hora, así como el tiempo, dejaron de ser relevantes. Las nubes son tan densas y tan grises que no dejan entrar luz u oscuridad. El océano, violento, se extiende desde el alcance de la vista hasta estallar en salados cúmulos brumosas contra la piedra. La brisa se confunde con la llovizna, pequeñas y tímidas partículas de agua llueven de arriba a abajo y de abajo a arriba; así se suspende el espacio. 

Dándo un paso el niño se entrega al vacio. Su cuerpo nunca desciende al grosero mineral; se suspende y se hace brisa, alzando vuelo hacia las nubes.

Bajo sus huellas el pasto recupera su forma, cubierto en ínfimas gotas que reflejan las estrellas, atravesando el pesado techo gris. 

La claridad es gris, la luz es neutra. 

Persiguiendo un brillo lejano, un destello que flota sobre el mar, llega un niño. La orilla le señala el límite; al próximo paso volará. Con una sonrisa observa el lejano destello, inhalando profundamente da un paso más, llenándose por dentro de la fresca lluvia-brisa, haciéndose a su vez destello, reflejo de un astro. Una risa lejana le seguía.


***

La oscuridad de su pelo hizo de su piel sombra, mientras andaba descalza atravesando el umbral de una profunda caverna. 

Los muros internos, de piso a techo, la recibían gozosos, desprendiendo minúsculas partículas de polvo oscuro que se adherían a su piel, protegiéndola, abrazándola. 

Así la negrura se apropió del espacio, y sus pasos fueron guiados, no por su vista, sino por el calor que emanaba el suelo. Con cada paso ella se diluía, se transformaba en roca, se hacía montaña. 

Siguió su camino hasta convertirse en materia ardiente que refuljía por los aires. 

Hacia el umbral de la caverna se dibujaba un angosto sendero, de superficie delicada, adecuado sólo para pasos pequeños, para pasos puros, para pasos ingenuos.


***


En una agitada ciudad centroamericana el bullicio espanta los sueños de los chicos. Los árboles son sucios y quebradizos refugios, deteriorados por la incansable espesura del humo. Las olas son de gente, la brisa de lágrimas y sudor. Y de las cavernas brota el crudo color ocre de la violencia, las partículas son afilados llantos, desgarradores gritos y contundentes proyectiles. 

Un destello furtivo, proveniente de una vieja grieta urbana, atrapó su atención con la promesa de alguna sabiduría milenaria. Una paloma gris desciende de los cielos, sus huesos de plomo se aproximan extraviados, culminando su caótico viaje al incrustarse en un pecho iluso. 

En una esquina cualquiera, en un momento cualquiera, se desvanece una niña, se desvanece un niño. No queda más que un rastro, una huella grotesca, una densa e informe poza que se hace pavimento.

miércoles, 6 de mayo de 2015

Allá tú, aquí yo

Y dime, ¿cómo te encontró la noche? ¿Por donde se te coló el sereno? ¿Cómo viviste el día en el que te libraste de una carga del pasado, solo para descubrir que esta recién nacida esperanza es tanto más pesada?

¿Aún vagan libremente tus ilusiones?

No te engañes, yo soy como tú. Ahora las noches se me hacen eternas y los días incontables; no me queda más que mentirme y repetirme que las fantasías no habitan en esta realidad: que las lágrimas son dulces y los suspiros liberadores; que el tiempo no se acerca ni se aleja; que mi sombra se ha detenido, escondiéndose bajo mis suelas.

Ahora no hago más que ver bailar a las salvajes hojas que invaden mi vista, lo único dinámico que atrapa mi atención; todo lo demás se ha detenido: el sol, la respiración, el parpadeo. No hay más que viento, ásperas corrientes heladas que hacen tiritar toda vida a su paso.

Como un espectro me descubro en el reflejo del cristal que nos divide. Allá tú, libre, al intemperie; aquí yo, solo, envuelto en mi mismo, sofocado en mi vacuidad.

jueves, 16 de abril de 2015

¿De qué vive uno?


Si no es de los pedazos de pellejo que dejamos a rastras en el áspero pavimento, 
si no es de las lágrimas que escasamente nos lubrican el camino, 
si no es de la sangre que perdemos para no ser olvidados. 

Al menos el suelo nos recuerda, 

al menos esas groseras manchas permanecen, 
al menos los insectos se deleitan con nuestros restos. 

Finalmente, el gusto será siempre, por gusto, deleitar,

                     será, de cualquier manera, gustar,
                                             empalagar,
                                               olvidar.

viernes, 10 de abril de 2015

Historia de una mosca

La mosca se aferraba a un hilo de la telaraña de la que había logrado escapar. No podía volar, sus alas fueron devoradas por una arañita bastarda que se encargaba de vigilarle.

Días de insecto ─que equivalen a años de hombre─ pasó ahí atrapada, fantaseando con la libertad; tanto tiempo pasó que ya no podía entenderla, no era posible más que como fantasía.

Sus amplios ojos de mosca, aún cubiertos por los restos de su antigua prisión, solo lograban ver sombras, siluetas oscuras, nada claro. Sus patas, atrofiadas por la dulce mugre con la que le alimentaban, engoradándole cual coche en finca, no podía usarlas para aclararse la vista.

Su escape había sido procurado por la casualidad y se mecía con el viento, el péndulo era hipnotizante. A través del hilo sentía las vibraciones de cada paso de su predadora, pero su escape aún no era advertido.

En su mente albergaba un dilema: soltarse y dejarse caer, enfrentar el riesgo de no sobrevivir la caída, o caer en una prisión más cruel; o tal vez caer a salvo, recuperar sus alas y volver a volar, aterrizar en el más dulce colchón de mierda que cualquier mosca haya probado jamás, experimentar la libertad, saborear los más dulces manjares. O, por el otro lado, dejarse atrapar, volver a la prisión que tan humildemente le hospedó, apreciar de nuevo la áspera caricia de los hilos de su celda, y ver en los colmillos de la predadora una ventana al final, las cadenas que le sujetarían a la plena y definitiva libertad.

martes, 7 de abril de 2015

de vidas

Un tímido río de sangre corría por su mano. Con el violento golpe de cada paso se desprendía una gota de la punta de sus dedos, trazando su camino, enlazándolo al pasado.

En él un hombre mayor yacía tendido. Su densa cabellera blanca se teñía de rojo. Las lágrimas de una mujer joven le bañaban el rostro. El llanto y el terror sofocaban sus llamados de auxilio.

Una vida mal vivida se esfumaba, otra vida por mal vivir escapaba. De su encuentro, una vida inocente se arruinaba.

lunes, 5 de enero de 2015

Un cobarde, nada más

Un cobarde, nada más.

Construyendo fantasías, relatando tonterías, con una sarta de palabras vacías. 

No son más que balbuceos, no son más que reclamos de un patético inconforme que se esconde 
detrás del anonimato, 
detrás de la indiferencia, 
detrás de mudas lágrimas que esparcen tintas que mueren en un cuaderno antes que olvidado.

martes, 19 de agosto de 2014

Barbado imberbe

La confianza jamás será
una carga que acepte gustoso.

Desconfíen de mí,
de cuanto haga y de cuanto diga;
no soy más que un ignorante,
un ingenuo, un soñador.

Estas barbas que cubren mi expresión
son sólo el vestigio de una historia que no es mía,
fiarse de ella me elevaría a alturas
donde el oxigeno no me alcanza.

Me hace mejor el calabozo de su indiferencia,
la oscura y húmeda sentencia
de su imberbe ignorancia.

martes, 12 de agosto de 2014

La ilusión tras una promesa

Ésta mañana prometía algo distinto; como la tormenta ansiada que rompe el tedio de una calma extendida, de una placidez lastimosa, de la soledad del espíritu.

Los días pasaban recolectando la asfixia que inunda los féretros; y éste amenazaba con la posibilidad de una brisa refrescante, como la lágrima que se desprende del placer.

Pero, aunque aún hay mucho día por venir, la promesa se ha esfumado. Quizá vuelva más tarde, o quizá fue sólo la ilusión de un débil corazón esperanzado.

Don Horacio

Al otro lado de la calle lloraba un hombre. Lo había perdido todo, incluso lloraba su propia muerte. Tras él una montaña de escombros que aún humeaba. Hacía apenas unas horas era su hogar y sustento.

Salió de madrugada, dejando a su esposa e hijas, que dormían; nada parecía estar mal. Era un día ordinario, lo único distinto fue que despertó más temprano de lo habitual. A diferencia de todos los días, no tuvo que salir con prisa. Preparó el café y se duchó. Tomó su café con un panecillo, frente a la ventana que da a la avenida. La ciudad todavía no despertaba, se sentía relajado. Cepilló sus dientes, tomó su sombrero y su chaqueta y salió; como todos los días, sólo un poco más despacio.

Caminó al centro de distribución, apenas a cinco cuadras de su casa. Ahí estacionaban los camiones pequeños que usaban para abastecer a las pequeñas tiendas. Él acostumbraba ir a supervisar el cargamento que le sería asignado, sus requisitos de calidad siempre eran los más exigentes. Esta vez tuvo que esperar mucho más de lo normal, no sólo porque llegó más temprano, sino porque los camiones provenientes de las granjas se habían retrasado. Así que esperó cuanto fue necesario.

Detrás de los árboles que escoltaban la avenida, una columna de humo ascendía. A lo lejos se escuchaba un escándalo, sirenas de bomberos y demás. Mientras se percataba de esto, finalmente llegó el cargamento. A toda prisa supervisó lo que le correspondía, hasta que se sintió conforme. Luego volvió.

martes, 15 de julio de 2014

Un tipo extraño

Al encontrar su mirada, me estremeció. Quizá fue un aire de orgulloso psicópata, o quizá la incompatibilidad de sus ojos disociados (simplemente su enfoque no estaba bien); lo cierto es que una extraña forma de poder emanaba de él.

Para algunos, charlatán; para otros, divino; para mí, genial, astuto, hasta visionario ─o talvez sólo era demasiado carismático─.

Decir que lo respeto casi sería vergonzoso. Más bien, me da curiosidad; a lo lejos un poco de miedo, definitivamente desconfianza: exactamente igual que me hace sentir un ilusionista prodigioso.

Cerca de él lo que se cree imposible parece hacerse rutina, permite saborear la fantasía y, de cierta manera, le agrega sabor a la realidad (aunque sea a fuerza de pura confusión).

Tras él caminan, vendados por embobamiento, aquellos a los que intentó liberar; muy pobre resultó el discernimiento, muy grande su esperanza.

El iluso se embriagó de ilusión y el sabio de razón. A ambos los veo claro.

viernes, 9 de mayo de 2014

Otro fin se aproxima

Con los años se vuelve un arte; se entrena al ojo a solo ver pasar.

El mundo se alborota pero se escucha lejano, desinteresado, ajeno.


El alma se hace ligera, el más leve suspiro la eleva. El cuerpo, al contrario, se hace pesado, rígido. 


El aprecio a la vida cambia, su valor se esfuma (y no se extraña). Con ella se van muchos sueños e ilusiones, dejando su vergonzosa mancha en la memoria. Se pudre lentamente, llevándose otros muchos sentimientos pasados, elevándose en vapores fétidos; aliviando toscamente el peso de una mente abrumada.


La esperanza se desvanece; otro fin se aproxima.

martes, 22 de abril de 2014