martes, 12 de agosto de 2014

Don Horacio

Al otro lado de la calle lloraba un hombre. Lo había perdido todo, incluso lloraba su propia muerte. Tras él una montaña de escombros que aún humeaba. Hacía apenas unas horas era su hogar y sustento.

Salió de madrugada, dejando a su esposa e hijas, que dormían; nada parecía estar mal. Era un día ordinario, lo único distinto fue que despertó más temprano de lo habitual. A diferencia de todos los días, no tuvo que salir con prisa. Preparó el café y se duchó. Tomó su café con un panecillo, frente a la ventana que da a la avenida. La ciudad todavía no despertaba, se sentía relajado. Cepilló sus dientes, tomó su sombrero y su chaqueta y salió; como todos los días, sólo un poco más despacio.

Caminó al centro de distribución, apenas a cinco cuadras de su casa. Ahí estacionaban los camiones pequeños que usaban para abastecer a las pequeñas tiendas. Él acostumbraba ir a supervisar el cargamento que le sería asignado, sus requisitos de calidad siempre eran los más exigentes. Esta vez tuvo que esperar mucho más de lo normal, no sólo porque llegó más temprano, sino porque los camiones provenientes de las granjas se habían retrasado. Así que esperó cuanto fue necesario.

Detrás de los árboles que escoltaban la avenida, una columna de humo ascendía. A lo lejos se escuchaba un escándalo, sirenas de bomberos y demás. Mientras se percataba de esto, finalmente llegó el cargamento. A toda prisa supervisó lo que le correspondía, hasta que se sintió conforme. Luego volvió.

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