miércoles, 17 de febrero de 2016

Escape frustrado



Así estoy aquí, en el centro de todo esto, 

sin aportar suficiente e intentando minimizar la carga que represento.

     Quiero hacerme aire, esfumarme,
            hacerme humo y flotar sobre todo esto,
            hacerme ligero, levantarme;
                 ser como esa nube de ceniza que mancha el paisaje,
─reminiscente de buenos y malos momentos─,
                 ser la ausencia presente.

                 Así desperdigarme,
                 atravesar el aire, cubrir el mundo, marcarlo
─siempre ausente, siempre presente─;
                 ser esa nube que mancha, 
   y que se recojan mis residuos,
     que se enfrasquen
     que se desechen.
     Que mi paso haga evidentes las huellas,
     muestre los pasos de la gente
     y los rumbos que esconden.

Pero este cuerpo es muy pesado,
este polvo es muy denso,
esta ceniza es impura.

viernes, 22 de enero de 2016

Ausencia forzada



Un río extraído de su cauce, expulsado al encierro oceánico, diluído en la vastedad.

La tierra que fertilizó su abrazo, los pastos que alimentó su andar, se quiebran en lágrimas de polvo.

El paisaje árido de la ausencia, el llanto mudo del pasado, la lucha por no olvidar.

miércoles, 13 de enero de 2016

Dónde caer muerto (extracto)

Hay una paloma de cabeza púrpura, como cucurucho en cuaresma ─cabizbajo, penitente, juzgón─, reposada en un árbol del arriate intermedio de la séptima avenida. Lo ve con demasiada insistencia. Él está fumando a la orilla de la calle, frente a los funerales Reforma de la zona 9, adentro velan los restos de su mamá. Es extraño cómo lo más obvio aún toma por sorpresa a las personas. Y está bueno que uno no quiera morirse, pero sorprenderse por la muerte es bastante ilógico; más sorprendente es estar vivo. 

Fue una de esas enfermedades extrañas, de las que la gente ya no se muere en otros lugares porque les acosa la paranoia de la salud y de las que la gente en otros lugares no vive suficiente para padecer; ese punto medio de una especie de post-subdesarrollo prog-regresivo en el que reborbolla el caldo que es Guatemala. 

Lo cierto es que la señora se murió (su propio cuerpo la mató), el papá no se lo esperaba, no tenían nada listo porque como cualquier mortal, prefieren pagar seguro por la posibilidad de una enfermedad, pero no buscarse refugio para la certeza de la muerte; un albergue para el desecho, para los restos. Resulta entonces que en las carreras se endeuda el papá, para que la muerte no lo vuelva a agarrar desprevenido, y compra un paquete funerario. Al menos le hicieron descuento en el servicio urgente. 

Compró un sitio para cuatro ─la cremación estaba muy cara y había que resolver esto cuanto antes, para que su dulzura no apestara─: la difunta, él y sus dos hijos. No sabía si comprar tres o cuatro, porque su otro hijo vive en el mundo, escapó de Guate. Ni siquiera había logrado venir al funeral, ni le daría tiempo de llegar al entierro; trabajaba en cruceros y andaba dando una vuelta por algún polo, no importa cual, lo que importa es que había mucho frío y no tenía cómo volar hasta aquí. 

Tiró la colilla en dirección a la paloma. No se movió, solo gorjeó, viéndolo. Al voltearse escuchó el revoloteo pero siguió su camino, a seguir comiendo panitos y mamando consomé allá donde se chillaba a la nada.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Miércoles 8 de julio de 2015 (6:51)

Así, mientras empieza un miércoles, un tal ocho de julio, mientras se enciende la mañana, mientras espero que hierva el agua para poner el café, empiezo un nuevo cuaderno.
Agua hervida, café puesto y me pica el bicho musical; pero descubro el canto mañanero de algunos pájaros, los que quedan, los que no hemos terminado de invadir. ¿Qué prefiero? ¿La música o el canto improvisado, casi caótico de los pájaros?

Café, eso es lo cierto. Según las instrucciones son de tres a cinco minutos en la French Press. Esa cantidad de tiempo ya pasó.

Entonces sobresale la diferencia en el tiempo que toma leer y el que toma escribir; escribir es una tarea muy laboriosa.

[...]

El canto de los pájaros ha cesado; los carros sucios de gentes demasiado limpias deben estar ya desbordando las calles. Yo aquí, con mi hoja, con mi pluma y con mis perros, degusto algo de la ansiosa soledad urbana, como paz extemporánea.

lunes, 19 de octubre de 2015

Los niños de la tierra

En un bosque oscuro un niño se enfrenta a un árbol. Ambos son el centro de un amplio claro; claro por motivos naturales, no por la abusiva mano del hombre. Hace frío, el viento baila, oscilante, estallando en ráfagas heladas que se clavan como púas, breves, punzantes. Pero ni la temperatura ni el clima son problema, no para el niño, no para el árbol, quizá para mí. 

El suelo está colmado de tierra fresca, hojas fugitivas que encontraron en ese claro su descanso, así vuelven a la tierra. Algunas rocas milenarias sobresalen. Lo que parecería, en ellas, timidez, es una densa indiferencia, un exceso de confianza: no necesitan esforzarse por proyectar una imagen, saben cuánto tiempo han estado ahí, saben cuánto tiempo más estarán. Las rocas saben. Sus duros cráneos resguardan el conocimiento inicial, la tierra cuando fue, el nacimiento del tiempo. 

La mirada del niño se hunde en las profundas ranuras de la corteza del árbol, éste guarda la memoria de la vida y la deja escapar por soplos de las fisuras de su cuerpo, por los retoños de su copa y por la fuerza con la que incrusta sus raíces a la tierra. La tierra, a su vez, les da albergue; es cobijo de las rocas y trono del árbol, aposento del conocimiento y sustento de la vida.

Finalmente el niño se mueve, avanza, se acerca al árbol. Ágilmente lo trepa, aferrando sus pequeñas manos a los surcos de la corteza que forman una escalera infinita. El árbol emana un cálido aliento que repele el efecto punzante del viento, la oscura cabellera del niño se enverdece, su piel se hace corteza y sus ropas desvanecen. Sigue trepando hasta alcanzar la copa, se sienta en el extremo más alto. Alza su mano al sol, de su dedo brota un retoño, lo come. 

De nuevo extiende su brazo, para siempre. 

Unos pasos se escuchan desde el interior del bosque. Entrando al claro, pisando hojas fugitivas, tierra fresca y sabias rocas milenarias, una niña avanza para detenerse frente al árbol.

***

El día es gris. En lo más alto de un áspero muro de piedra un niño observa el horizonte infinito. La hora, así como el tiempo, dejaron de ser relevantes. Las nubes son tan densas y tan grises que no dejan entrar luz u oscuridad. El océano, violento, se extiende desde el alcance de la vista hasta estallar en salados cúmulos brumosas contra la piedra. La brisa se confunde con la llovizna, pequeñas y tímidas partículas de agua llueven de arriba a abajo y de abajo a arriba; así se suspende el espacio. 

Dándo un paso el niño se entrega al vacio. Su cuerpo nunca desciende al grosero mineral; se suspende y se hace brisa, alzando vuelo hacia las nubes.

Bajo sus huellas el pasto recupera su forma, cubierto en ínfimas gotas que reflejan las estrellas, atravesando el pesado techo gris. 

La claridad es gris, la luz es neutra. 

Persiguiendo un brillo lejano, un destello que flota sobre el mar, llega un niño. La orilla le señala el límite; al próximo paso volará. Con una sonrisa observa el lejano destello, inhalando profundamente da un paso más, llenándose por dentro de la fresca lluvia-brisa, haciéndose a su vez destello, reflejo de un astro. Una risa lejana le seguía.


***

La oscuridad de su pelo hizo de su piel sombra, mientras andaba descalza atravesando el umbral de una profunda caverna. 

Los muros internos, de piso a techo, la recibían gozosos, desprendiendo minúsculas partículas de polvo oscuro que se adherían a su piel, protegiéndola, abrazándola. 

Así la negrura se apropió del espacio, y sus pasos fueron guiados, no por su vista, sino por el calor que emanaba el suelo. Con cada paso ella se diluía, se transformaba en roca, se hacía montaña. 

Siguió su camino hasta convertirse en materia ardiente que refuljía por los aires. 

Hacia el umbral de la caverna se dibujaba un angosto sendero, de superficie delicada, adecuado sólo para pasos pequeños, para pasos puros, para pasos ingenuos.


***


En una agitada ciudad centroamericana el bullicio espanta los sueños de los chicos. Los árboles son sucios y quebradizos refugios, deteriorados por la incansable espesura del humo. Las olas son de gente, la brisa de lágrimas y sudor. Y de las cavernas brota el crudo color ocre de la violencia, las partículas son afilados llantos, desgarradores gritos y contundentes proyectiles. 

Un destello furtivo, proveniente de una vieja grieta urbana, atrapó su atención con la promesa de alguna sabiduría milenaria. Una paloma gris desciende de los cielos, sus huesos de plomo se aproximan extraviados, culminando su caótico viaje al incrustarse en un pecho iluso. 

En una esquina cualquiera, en un momento cualquiera, se desvanece una niña, se desvanece un niño. No queda más que un rastro, una huella grotesca, una densa e informe poza que se hace pavimento.